Ya sabemos que lo primero que hace el totalitarismo es destruir las palabras. Sin lenguaje, no hay pensamiento. Sin pensamiento, no hay pensamiento crítico.
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Es ripio decir que vivimos en una explosión de ferocidad. Y que las redes han contribuido, porque el esfuerzo de síntesis convierte la idea en eslogan. Todo eslogan es grito de combate. Vivimos en un mundo subyugado por la dictadura de la síntesis. Tenemos lenguaje, vida, sentimientos, narrativas sometidas a la presión de la síntesis. Recordando viejas lecciones de química, no nos percatamos de que la síntesis es lo contrario del análisis. En vez de descomponer, la compulsión es a comprimir. En las redes, ya no se dice “amor”, sino “mor”. Los apasionantes caminos del alma humana han sido destruidos por los emoticones.
Todo esto sucede también en el mundo de la política.
Además, según Christophe Clavé, el cociente intelectual de la humanidad ha venido cayendo. Esto tiene como una causa posible el achicamiento del lenguaje. Con la muerte de las palabras, declina también el razonamiento.
La síntesis, entonces, va de la mano de la brutalidad. Castrochavista es algo fácil de recordar y no importa que se le aplique a Biden o a Santos. Fascista es vocablo sencillo: se le puede chantar simplemente a un burgués amigo de la libre empresa.
280 caracteres eliminan el subjuntivo, el pospretérito, el participio pasado. Todo es plano y sombrío. Entregarle un poema a la amada es menos eficaz que enviarle un mal meme con un corazón traspasado. En el plano político, el principal beneficiario es el dominio autoritario. Sin los sutiles caminos del lenguaje, todo pensamiento termina enlodado en la supremacía subyacente y el adormecimiento de las conciencias. ¿Quién es el dueño de la hegemonía lingüística si no el poderoso? ¿Cuál es el papel de los medios traspasados por el bronco y exhausto lenguaje dominante?
Si algo faltara, el camino de la síntesis está acompañado de otro fenómeno, este sí de vieja data: la irrefrenable pasión por personificar las ideas.
En este punto, en materia de candidaturas presidenciales pasamos por un momento de frenesí. Se dice que van llegando a 50 los candidatos. Hay un lado bueno: puede ser un escenario más democrático e incluyente. Algo ha cambiado si cada vez más personas se sienten en condición de competir. La idea de que solo una casta privilegiada estaba llamada a presentar sus nombres está en pleno declive. Pero es necesario que esa explosión de propuestas vaya aterrizando. En la muchedumbre, el elector puede perder el norte y terminar decidiendo por simples banalidades. Ojo con el 2022.
Coda. El pasado 5 de febrero se cumplieron 30 años del inicio del proceso constituyente de 1991. Este será un año de reflexión. En los aspectos funcionales de la Constitución hay cosas para reparar, mejorar y eliminar. Pero su alma, su mensaje de pluralismo e inclusión, su llamado a vencer la discriminación y la visión que ella aportó a un país multifacético están vivos. El Espectador y Fescol nos regalaron el pasado viernes un suculento plato en la voz de los constituyentes y protagonistas. Hay que profundizar en el mensaje, mirando no solo al pasado y a la coyuntura presente. La Constitución todavía es futuro. Es la carta de navegación de la nación.