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Hemos cambiado las reglas de funcionamiento de los partidos políticos y ahora discutimos en el Congreso nueva reforma política. Aún así, la realidad se escapa entre los dedos y no logramos la coherencia deseada. Puede suceder que, como el borracho del cuento, buscamos la llave debajo del farol, simplemente porque allí hay más luz, aunque la llave se haya extraviado en otro lugar. Creemos que la solución está en las leyes, cuando los problemas están ubicados en la cultura.
El caso reciente de Bogotá sirve de paradigma.
Samuel Moreno ganó con una votación muy superior a la de su partido, lo cual muestra una grave desarmonía entre las votaciones personificadas en el Ejecutivo y las lealtades colegiadas que se expresan por el voto en listas de candidatos. El resultado inicial implicaría problemas de funcionamiento en el Concejo y en las relaciones de éste con el Alcalde. Pero viene el segundo tiempo: sin mucha dificultad, el Alcalde ha logrado consolidar una coalición de gobierno con ingredientes de varios partidos, incluso de los que se opusieron a su elección durante la campaña. Esto no sólo ocurre en Bogotá ni tampoco únicamente en el nivel local. Si examinamos el asunto desde la sola perspectiva política, el resultado es claramente irracional. Siguiendo con Bogotá, es aparentemente inexplicable que partidos que apoyaron a Peñalosa, como el Liberal, hayan ingresado en puntillas a la coalición. Y más patético aún: también el Partido de la U ha entrado sin sonrojarse, pese a que su jefe natural, el presidente Uribe, se opuso a Moreno de manera inusual, oposición sin antecedentes dada la condición de Jefe de Estado del Presidente. Cualquiera hubiera podido suponer una oposición abierta de parte de la U. Para no mencionar también a algunos miembros conspicuos de Cambio Radical que igualmente han aceptado, al menudeo, un espacio en el gobierno.
La primera explicación, bastante obvia, es que el peso del Ejecutivo es tan determinante en la vida política, que no hay partido que resista la tentación de participar en la repartición del chorizo. El que no sale en la foto burocrática, desaparece.
Pero si esta armazón de gobierno sucede sin mayor conmoción social, sin que la comunidad se alarme (salvo unos académicos), sin que, cuando hay alguna crítica, ésta no pase de una cierta sonrisa socarrona, debe ser porque hay otra explicación.
A la lógica partidista se opone la lógica de la solidaridad cívica. ¿Por qué oponerse a un gobierno que apenas comienza? ¿No es mejor que todos colaboren en el éxito de la administración incipiente? De modo que si nos salimos del terreno político, es probable que este tipo de coaliciones obedezcan a valores de solidaridad ciudadana que tendrían cierta respetabilidad. Hace 25 años, López decretaba oposición al gobierno de Betancur y el liberalismo prefirió el truco de la colaboración personal y técnica. Más allá de la fisiología política opera la cooperación y el civismo.
En el caso de Bogotá sí que prima y se aplica literalmente la célebre máxima del filósofo sudafricano: “Dejen jugar al (M)oreno”.
