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El aumento de la fiereza preelectoral ha significado una especie de renacimiento de las críticas al Acuerdo del Teatro Colón.
Aunque desde un principio hubo un serio volumen de reproches, siempre he entendido esto como un reflejo legítimo de una parte de la opinión pública. Voluminoso, como lo indica el triunfo del “No” en el plebiscito. Legítimo, porque un acuerdo de tal envergadura, que contiene duras disyuntivas políticas y morales, no puede ser excluido de la discusión pública. Quienes estamos involucrados en el proceso en La Habana debemos respetar, con humildad republicana, el que millones de compatriotas estén en desacuerdo. Y que se manifiesten incluso con rabia. Sin violencia, eso sí. El nombre del juego es democracia y libertad de expresión.
Pero este reciente auge negativo tiene ingredientes adicionales. Más allá de la furia legítima, creo que hay un interés electoral.
La estrategia contiene varios pasos:
Primero regresar a la verraquera inducida al momento del plebiscito. Se trata de cultivar de nuevo la saña para las elecciones del 2026. Que salgan a votar verracos en contra de todo lo que huela al Acuerdo.
En segundo lugar, se establece una especie de línea ficticia de continuidad entre lo hecho en La Habana con el gobierno de Gustavo Petro. La idea estratégica es el llamado a fusionar a Petro y Santos con fines electorales. Un artificio simplemente publicitario para hacer daño. Esto incluye meter en un mismo canasto el Acuerdo del Colón con las desventuras de la llamada “paz total”.
Pero el verdadero paso alucinante es la desvergüenza de suprimir de la historia el gobierno de ese mismo Centro Democrático desde el año 2018 al 2022. Que ahora las relaciones entre Duque y Uribe se encuentren rotas no puede ser justificación para escamotear la responsabilidad del gobierno de ese partido durante cuatro años. Es una pavorosa falta de autocrítica acompañada del más duro despliegue de artillería política tratando de pintar a las conversaciones de La Habana como las responsables de todos los males que aquejan a Colombia. El propio jefe natural, el doctor Uribe, repite con obstinación que después del diluvio universal, la gran catástrofe fue el Acuerdo del Colón.
Deliberadamente se olvida que, al cabo de las negociaciones con las FARC, aunque persistió la violencia agenciada por otros grupos, la remisión de las cifras de seguridad fue evidente. Y se escamotea que, por ejemplo, el confinamiento en el 2016 fue cero y en 2022, al final de Duque, 8.156. O que la extorsión pasó entre esas fechas de 652 a 886. Mi llamado no es a las recriminaciones mutuas, sino a pensar que el problema de seguridad es grave y que, al menos en esto, sí deberíamos buscar acuerdos nacionales.
Es claro que el propósito es destruir a la vez a las fuerzas de izquierda petrista y el legado del gobierno de Juan Manuel Santos, objeto de un odio puramente personal. En efecto, no existen brechas ideológicas insalvables entre la filosofía política de ambos dirigentes, hasta el punto de que Santos fue ministro de Uribe. Se acude solo a argumentos emocionales: se habla de traición y de oportunismo que, aún si fuesen ciertos, no deberían desembocar en la más profunda ruptura de la política reciente. Es un hecho cierto que el 16 de febrero de 2010 el comisionado de Paz del gobierno Uribe le dirigió una carta al señor Henry Acosta Patiño (documento en mi poder) en la que le encomendaba iniciar contactos con las FARC para adelantar un proceso de diálogo. Y también hay evidencias múltiples de que entre las posibles ofertas a la guerrilla estaban iniciativas osadas, algunas de las cuales ni siquiera pasaron por nuestras mentes en La Habana. Y sobre el paramilitarismo, hay que recordar que el pacto del gobierno del doctor Uribe tuvo que ser moderado por la Corte Constitucional. Lo que quiero mostrar no es un elenco de condenas o aplausos. Sino que, en este terreno, la pretendida superioridad moral del Centro Democrático es un simple ejercicio retórico. Es larga la lista de presidentes que quisieron hacer un acuerdo con la guerrilla mediante el diálogo en una mesa de conversaciones.
El haber roto el bloque de pensamiento que va desde la izquierda no radical, el centro y hasta la derecha moderada, es la explicación del crecimiento visible de una izquierda radical. Entiéndase: una izquierda incorporada como jugador serio con entidad propia en el mapa político de Colombia es un acierto. Pero lo que ahora se ve es que hay un riesgo de que la izquierda quede empantanada en el fango de la retórica.
Es claro, pues, que la estrategia del Centro Democrático es destruir todo lo que tenga vida política por fuera de sus fronteras. Aniquilar la izquierda, el centro moderado, cualquiera que agradezca a Santos así no sea santista y, de paso, a quienes creemos que el Acuerdo con las FARC fue una hoja de ruta muy importante para el país, más allá de su éxito en la desmovilización de más de 13.000 combatientes. La distinguida senadora Paloma Valencia dijo que querían una alianza de todos los no petristas. Pero esto es apenas slogan electoral. Es evidente, como lo sigue sosteniendo el doctor Uribe, que cualquiera que haya creído o crea en una paz negociada -que no sea conducida por ese partido- está condenado a las tinieblas exteriores. El branding es el imaginario petrosantismo. Pero la realidad es el deseo de dominio total de la política dentro de las galeras del Centro Democrático. No es una alianza. Es un contrato de adhesión.
Coda: Por ahora digo que la Constituyente es apenas una bandera de campaña. En efecto, falta la aprobación en cuatro debates de la ley, la revisión de la Corte Constitucional, una primera votación convocando a la asamblea y una segunda votación para elegir a los delegatarios. Nada de eso ocurrirá en este gobierno. Más importante que esto: a diferencia de 1991, el propósito de esta constituyente es derrotar a quienes el gobierno considera sus enemigos. En el 91, la idea era consensuar.
