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Lafaurie vs. Coronell

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Humberto de la Calle
21 de diciembre de 2025 - 05:06 a. m.
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Circula en redes la entrevista de Coronell a Lafaurie (padre) sobre los subsidios en favor del hijo.

Es un documento donde aparecen errores tácticos del entrevistado, pero, sobre todo, casi invisibles, elementos conceptuales que trascienden esta disputa.

Lo primero: un sorprendente por sorprendido Lafaurie. Lejos su ironía avasalladora, lejos el desprecio al rival, lejos su papel de Torquemada, asociado en el pasado al otro Torquemada, el exprocurador Ordóñez, tratando de dictar la cátedra moral para todos. Balbuciente. Atarantado. Imagino que sudoroso.

Su línea de defensa fue la de atacar al periodista. El viejo truco. Acusar al entrevistador. Ese no era el punto. Apenas una maniobra diversiva totalmente infantil. Me recuerda mi escuela: sós un hp. Más hp será su madre. Y a la salida nos vemos. La táctica fracasó porque su impertinencia fue evidente.

Enseguida, la exaltación del trabajo. El modelo calvinista trasmitido de padres a hijos. Pero, como veremos, un calvinismo débil. El elogio a una rancia tradición terrateniente que desprecia desde la tarea del periodista hasta el “sueldito” de su hijo en labores profesionales. La alcurnia proviene de las grandes estancias, no de otros trabajos menores que carecen de ese designio fisiocrático. De lo cual intenta concluir que la buenaventura sudorosa de los dueños del territorio es más valiosa que escribir y comunicar, esto es, “hablar paja”. De paso, para argüir, sin éxito, que la vivienda del periodista es un baldón, pero la fortuna del entrevistado tiene un toque de nobleza sacrificada. Argumento insostenible.

Tercero: la victimización. Soy un héroe del trabajo honrado en medio de incomprensión y persecución. La victimización es la moneda nacional.

Pero vamos a lo conceptual:

El destino de los subsidios. Es una discusión válida. Algo de razón tiene Lafaurie cuando critica el que los subsidios son excluyentes. De por medio está el concepto de ciudadanía. La pregunta es si la política estatal puede descartar de sus beneficios a parte de la sociedad. Pero la respuesta no puede ser absoluta. Una total segregación es inaceptable, pero hay que mirar el contexto y el momento: las acciones afirmativas que privilegian los sectores desfavorecidos tienen una profunda base ética. De modo que no deben excluirse beneficios en razón del éxito, pero esto no puede implicar el reblandecimiento de la tarea social de igualar la cancha. Es un tema concreto: de qué manera y en cuánto se perjudica el deber del Estado frente a los pobres. Y el momento: en un proceso de superación de la desigualdad, es posible reexaminar la acción afirmativa para darle paso a la ampliación de los beneficiarios, cuando el Estado logra éxito. Ejemplo: un cierto grado de cobertura de la educación puede aminorar la severidad de la acción afirmativa. Ni tiene razón Lafaurie en la visión trumpista de que los ricos también pueden reivindicar la igualdad, ni tiene razón la izquierda cuando dice que ni un solo centavo por fuera de la indigencia. Formar capital en la agricultura no es desdeñable, pero no a costa del campesino pobre.

En este caso, además, quedan interrogantes sobre la cualificación de pequeño productor del beneficiario. Es un tema de hecho sobre el que no tengo nada que aportar. Pero sí resulta curioso que sea el padre el que responda por el hijo. No habían pasado pocos minutos cuando el entrevistado comenzó a hablar de “mi” crédito. Un lapsus repetitivo que durante el resto de la entrevista no fue corregido. Curioso.

La exaltación ética del trabajo honrado, como lo dije, choca con la apelación de larga data a herencia tras herencia. Es legítimo en el estado actual de la discusión. Aunque no ha sido materia pacífica. Hay reflexión importante sobre el proceso hereditario como factor de concentración de la riqueza. El abolengo del trabajo en la martirizada tierra, basado en una deontología calvinista, se ve ensombrecido por esta cuestión. No son pocos los que propenden por una ética en la que cada generación se labre su futuro. Por cierto, hasta Alberto Lleras un día propuso eliminar las herencias y casi lo descuartizan.

El asunto toca la reforma rural. A la mesa de La Habana acudió el rey mundial de la soya, un argentino-polaco famoso. Dijo algo muy sabio: las FARC se equivocan cuando definen como paradigma inmodificable una economía rural en la que predominan las pequeñas parcelas de supervivencia. En la economía agraria de hoy, vale más la empresa sobre el suelo que el suelo mismo. Pero el “establecimiento” también se equivoca. En el caso de Colombia la acumulación de tierras, proveniente de la forma como se repartieron los baldíos a base de méritos militares y canonjías políticas excluyó a muchos campesinos del acceso a la tierra. Para no hablar de la contrarreforma paramilitar. Echavarría Olózaga calibró muy bien el impacto que esta anomalía tenía en el desarrollo del resto de la economía. Un campesinado de subsistencia era un freno a la industrialización. Luego hay una urgencia indemnizatoria en favor del campesino (y del país), que no debe ser pretermitida. En una campaña López Michelsen vs. Gómez Hurtado, cuando éste habló del desarrollismo, el tema afloró. Gómez podía tener razón, pero a varias décadas de distancia. Con la urbanización y la productividad, la reforma rural dejará de ser la gran discusión nacional. Pero faltan dos cosas: que la economía siga cambiando y que el establecimiento decida, por fin, brindar acceso real a los campesinos.

Por fin: lo que sí es inocultable es que el furor contra los subsidios ha sido solo un discurso de dientes para afuera. Bienvenidos si son a mi favor. La coherencia no es su fuerte. Lo mismo puede decirse de su furia sarracena contra quienes logramos un Acuerdo con las FARC frente a sus mansos susurros de cara a las barbaridades de elenos y disidentes.

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