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Llantos y hombrías

Humberto de la Calle

22 de agosto de 2021 - 12:30 a. m.

A casi toda mi generación, y de ahí en adelante, le dijeron: los hombres no lloran. Y eso lo decían sobre todo los padres, con voz bronca, cuando ya el niño había abierto un Hidroituango de lágrimas. Con el paso del tiempo, esa situación se agravó. Si lágrimas son llanto y si las lágrimas son consecuencia de angustias, miedos y frustración, entonces, en silogismo macabro, ¿podrá decirse que los hombres no se entristecen? Y si lo hacen, como es inevitable, ¿esa tristeza, aun sin el uso de los lacrimales, es una negación de la masculinidad?

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Aún más confuso el panorama a poco andar: cuando lloran la novia al intercambiar anillos, el atleta al romper el récord, el cantante anonadado por los aplausos, ¿ese llanto también sufre el estigma de la negación de género? ¿Llorar de alegría cae también bajo el conjuro de la difuminación sexual?

Esta maraña solo va acomodándose, cual placa tectónica, con el paso del tiempo. Las lágrimas se nos secan y el llanto de alegría, aunque no ataca la identidad de género del llorante, sí que genera una cierta sensación de ridículo cuando el torrente se hace inevitable.

Lo cual significa, en mi caso, que, como dice la canción, “la fuente se ha secado”. En momentos aciagos ha llorado mi alma, pero los ojos no le han obedecido.

No obstante, tengo un lloro reciente, lloro de verdad: vi en Madrid El olvido que seremos y no pude contener las lágrimas. Algo curioso porque, en medio de la carnicería que hemos padecido desde niños, escoger un muerto para dar escape a tanta lágrima represada es un poco misterioso.

Dejando de lado el aspecto fluvial, sí que he llorado hacia adentro, en varios momentos. Con la muerte de Rosalba, con algunos padecimientos de salud de hijos y nietos. Y alguna ocasión más. En cambio, no lo hice con la derrota en el plebiscito ni con el varapalo que recibí como candidato liberal en 2018. Manes del oficio. De cierto manera, rutina en un largo horizonte sobre el sentido de la vida. Mirando en lontananza, son apenas pequeños reveses. Y ni se sabe. Viendo las tribulaciones de Iván Duque, fortuitas unas y autoinfligidas otras, no es de descartar que la derrota haya sido una bendición en lo personal.

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Ahora bien, el llanto producto de la alegría. Es ya un misterio que esos conductos alrededor del ojo humano puedan activarse bajo emociones contradictorias, el ying y el yang, el ártico y el antártico. ¿Qué clase de error cometió Dios, o el que sea, para crear tamaña confusión? Si el creador fuera un obrero que pone un switch que, al activarlo, igual apaga o prende la luz del vestíbulo, la reprimenda hubiese sido de alto voltaje. Literal. Quizás no se le pagarían sus jornales. ¿Está Dios en deuda con la especie humana por un error tan protuberante? ¿O nosotros con él por los salarios caídos?

Pero en aquellos momentos de llanto seco por logros excepcionales —el largo aplauso al final de la Constituyente, la firma del Acuerdo en Cartagena—, mientras me emocionaba, claro está, sin flujos ni moqueras, una vocecilla interior me decía: no te ilusiones, Humberto. Esto es vano y frágil. La volubilidad es inherente a la llamada opinión pública. Algún día caerás. Y el clímax será el memento mori. Nada más igualitario que el polvo del sepulcro. Digo yo.

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