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SE SABE QUE MI RESPETADO AMIGO Alfonso Gómez Méndez tiene memoria indeleble. Y, por lo mismo, feroz. Es un verdadero artista en el manejo de la ironía y posee también habilidad de contrastar recuerdos para desnudar paradojas.
Hace poco escribió sobre la Constituyente del 91. Dijo que nadie había contado los votos por la séptima papeleta en contraste quizás con los cuatro millones y pico de firmas para el referendo reeleccionista. Y agregó que César Gaviria había dicho que la decisión de 24 magistrados no podía estar por encima del querer de la mayoría, frase que, honradamente, no recuerdo haber oído. También recordó que él, como Procurador, sí había sido capaz de decirle a la Corte que el procedimiento empleado era ilegítimo. En fin, un cuadro dirigido a desconceptuar el proceso de 1991. De paso, pareciera que terminó defendiendo, seguramente sin proponérselo, el proceso actual de referendo. Digo que sin proponérselo, porque no se entendería que fuera esta una actitud deliberada de quien fungió, hasta hace poco, como precandidato del principal partido de oposición.
Pero el problema de este collage memorioso es que, por mirar detalles ciertamente llamativos, olvida el gran cuadro, la valoración histórica real de lo que significó la Constituyente.
Que nadie haya contabilizado los votos por la séptima papeleta es verdad. Pero una verdad irrelevante si se considera que el juicio histórico fallado en su momento por una opinión consensuada de los colombianos, se concentró en la necesidad de proceder a modernizar nuestras instituciones. Que la Constitución cambió la faz de Colombia es algo que nadie niega. El problema no es de contabilidad. El asunto versa sobre esto: que aún con sus defectos, la Constitución contribuyó a la modernización del país, abrió las puertas de la política, vigorizó la provincia, creó mecanismos serios para combatir una inflación que a la sazón superaba del 30%, mejoró los servicios públicos, abrió la puerta a las etnias, sepultó la discriminación religiosa, alejó la tenebrosa descalificación social fundada en la identidad sexual, vigorizó los derechos, creó la tutela, protegió a la mujer obligada a obrar como un simple útero reproductor. En fin…
Y un elemento adicional sobre el cual vale la pena también hacer memoria: no hubo una sola traza de personalismo en la tarea constituyente de 1991.
A Gaviria se le propuso, por conducto mío, que aceptara una prórroga de su período: se negó de manera tajante. Otros le sugirieron que aprovechara su inmensa popularidad para dejar entreabierta, o incluso abrir del todo, la puerta de la reelección. También conmigo vino el mensaje de vuelta: “Hagan de la reelección lo que quieran, no es asunto mío. El único triunfo que deseo es que la nueva Constitución salga adelante”.
Por otro lado: los constituyentes del M-19 y de Salvación Nacional eliminaron toda aspiración electoral en cabeza propia y aceptaron su propia inhabilidad, con el fin de lograr los pactos políticos que abrieron la puerta de la nueva Carta.
¿Tiene defectos la Constitución? Sin duda. Hay que trabajar sobre ellos. Pero si de mirar atrás se trata, no vale la pena enturbiar ahora un episodio que es parte trascendental de la historia de Colombia.
