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CON PASMOSA FRIVOLIDAD, CASI todos los medios de comunicación se limitaron a la anécdota trivial y a la alabanza superficial a raíz de la muerte del senador Renán Barco.
Sólo algunos señalaron, aunque con cierta timidez, que el estadista del Capitolio era, a la vez, el precursor de una oleada clientelista que contribuyó de manera eficiente a destruir el sistema de partidos en Colombia y a enturbiar el ejercicio político de modo superlativo.
Es claro que Barco tiene en su haber logros y rasgos importantes. Fue promotor de las primeras leyes de descentralización a favor de los municipios. Como él mismo lo dijo, la circunstancia de que no tuviera que cultivar votos de opinión, porque “sobre los hombros de los negros de La Dorada” su tiquete al Congreso estaba siempre asegurado, le permitió convertirse en líder indiscutible de las reformas tributarias emprendidas por diversos gobiernos en las últimas décadas. Y en un país de tributación débil, esto se agradece. También es verdad que el personaje, como semblanza humana, tenía rasgos vistosos: su delicioso cinismo, su desapego de las vanidades habituales en la política, su misteriosa vida de anacoreta de escritorio, su notable formación en el campo de la hacienda pública.
Pero Barco era una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde.
Por allá en 1968, fue el inventor de la endemoniada ingeniería electoral que permitía obtener el mejor resultado en escaños parlamentarios, distribuyendo las listas de candidatos en diversas regiones. Fue la llamada operación avispa con la cual se perdió toda jerarquía en los partidos y se regresó a la época feudal. Barco estuvo en la línea titular de esa primera selección de barones electorales inexpugnables. No dudó en utilizar todos los recursos santos y no santos para perpetuarse en su escaño parlamentario.
Barco instauró en Caldas, a la sazón reconocido como el departamento modelo, una escalofriante maquinaria política basada en un amplio tinglado de ventajas y canonjías. Nunca permitió que se edificara a su alrededor una organización política institucionalizada. Decía con desenfado que no admitía segundos a su alrededor. El cuadro de sus lugartenientes habla por sí solo: Enrique Emilio Ángel Barco preso por parapolítica. En igual situación Dixon Ferney Tapasco, cuyo padre también ha enfrentado líos judiciales, entre ellos la acusación, no probada, del asesinato del subdirector de La Patria Orlando Sierra. Óscar González, muerto en las calles de Manizales en un oscuro incidente al parecer relacionado con Ernesto Báez. Carlos Arturo Fehó, ex barquista, preso hoy por supuestos delitos cometidos en la gerencia de la Licorera de Caldas. Justo Capera, ex alcalde de La Dorada, quien también visitó la cárcel por presuntos nexos con el paramilitar Ramón Isaza. ¡Vaya equipo!
Los círculos bogotanos simplemente sonríen de manera condescendiente cuando se habla de las hazañas de Barco en Caldas. Seria equivocación. Allá ocurrieron algo más que simples y ordinarias piruetas politiqueras.
Ojalá el vacío que ocasionará su muerte, propicie movimientos de renovación política en Caldas. Ya es hora.
