Señor presidente

Humberto de la Calle
07 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.
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Su triunfo electoral le da a usted una legítima situación de poder y preeminencia. Pero no ignora usted que la verdadera carnadura del poder es la responsabilidad. Usted tiene la obligación de asumir un liderazgo urgente y generoso, en un momento en que el Acuerdo para terminar el conflicto ya no es sólo frágil, como lo afirmó usted, sino que pasa por un momento de intensa turbulencia.

El país está traspasado por venganzas cruzadas. Desde los extremos se busca aniquilar al antagonista. En la mitad, una masa perpleja bascula al vaivén de las noticias y las redes sociales, sin lograr fijar una meta que tenga verdadero carácter nacional.

La JEP viene siendo vapuleada.

Todas las discusiones relevantes son engullidas en el vórtice de la justicia penal.

El cumplimiento del Acuerdo ha sufrido tropiezos. Algunos en el campo de la ejecución y otros en la discusión de iniciativas que contradicen su espíritu.

Esta situación de inseguridad sirve de pretexto a sectores de la guerrilla que, habiendo sido firmantes del Acuerdo, hoy se mueven en la cuasiclandestinidad. Esto debe ser superado de parte y parte. Brindar garantías corresponde al Estado, y a los jefes evaporados, hacer presencia de nuevo de cara a la JEP. Santrich sabía que si seguía delinquiendo tenía que afrontar las consecuencias. Pero en la aplicación de la extradición hay un hecho nuevo: la JEP determina la fecha. Hay un interés nacional en esto. No puede pedírsele que dictamine a ciegas.

El señor fiscal general tiene el legítimo deber de perseguir el delito. Pero recientes decisiones de sus subalternos, por fortuna revocadas por él, contribuyen en grado sumo a la perplejidad y la desconfianza.

Usted puede alegar que ha recibido un mandato para modificar el Acuerdo. Hasta ahora reconozco que, fuera de las voces lunáticas de su partido, su lenguaje ha sido moderado. Al parecer se aleja usted de la idea de volver trizas el Acuerdo. Pero a mi juicio lo que corresponde es entrar a discutir sus modificaciones con la guerrilla ahora sin armas y convertida en partido político. No es un privilegio de la guerrilla, sino un deber frente a un partido que ha firmado un pacto. Más allá de su valor jurídico, el Estado no puede simplemente darle la espalda. Discutir con la antigua guerrilla sus aspiraciones de modificación es un paso que todos los colombianos debemos aceptar y propiciar.

Y por nuestro lado, quienes seguimos convencidos de que el Acuerdo era el mejor acuerdo posible tenemos que reconocer que su triunfo electoral le daría solidez al deseo de examinar con la antigua guerrilla, no a espaldas de ella, las ideas de su gobierno, así como también los reclamos, muchos de ellos legítimos, de los excombatientes que siguen manifestando su compromiso con la paz.

Es el momento de las renunciaciones mutuas. El ominoso camino de destruir lo logrado debe ser eliminado superando las vanidades y la utilización electoral de una coyuntura que, por encima de las diferencias, muestra riesgos enormes para la patria.

La paz es un anhelo de todos. No es de ejecución inmediata. Exige esfuerzos colectivos generosos.

Pero si el Acuerdo de fin del conflicto fracasa, porque puede fracasar, no solo habremos pospuesto la consolidación de la paz, sino que entraremos en un laberinto sin el hilo de Ariadna que necesita esta sociedad para construir un mejor futuro.

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