EL PUEBLO SOBERANO PUEDE HAcer lo que le dé su democrática gana con el lenguaje, que está vivo y por ende es dinámico. Pero cuando por prejuicios y esnobismo desecha palabras y de paso conceptos, es el deber de nosotros los pedantes entrar a su rescate.
Los ejemplos más notables son los verbos poner y oír, que poco a poco desaparecen del lenguaje de los colombianos.
Poner es uno de los verbos más ricos de la lengua y ocupa, como casi ninguna otra palabra, más de media página del diccionario. Antes se podía decir: “pongamos que en Colombia no hay guerra”, como conjetura un poco absurda, o “pongamos la mesa de la fiesta pues la gallina Josefina puso un huevo en la cocina”. Y el sol se ponía y algo se ponía al sol. Además “poníamos el radio y la televisión mientras las niñas se ponían coloradas, lo cual las ponía en aprietos”. Pero ya no. Ahora se usa: “coloquemos que Colombia está en guerra”, “la gente se coloca enojada”, “el sol se coloca por las tardes y “Josefina, la gallina colocadora, colocó su huevo en el armario, por lo cual las niñas se colocaron coloradas”, especialmente si alguien les pregunta: “¿A cómo la Pony?”.
La paulatina extinción del verbo poner, tan útil y castizo, comienza hace unos 40 años, cuando ya se jugueteaba con el equívoco sexual de “fulanita lo pone” y “zutanito lo pone”. En la tienda del colegio ni siquiera se podía preguntar “¿a cómo la Pony?”, sin que hubiera un coro de risitas burlonas que observaban la cara de la dependienta. Y así se da inicio a la intrusión del infame colocar, de ralea burocrática y mecánica, cuyas acepciones marcadamente pobres son muy nuestras. “Colocar al doctor en ese puesto”, “colocar dinero a interés para que lo capten los usureros”, “colocar la coca en el mercado extranjero” y “colocarse” a la española, con una buena dosis de aquella. Basta. Pero dice mucho del pensao de un pueblo.
El verbo oír es un caso menos evidente, pues su transmutación en escuchar nace del deseo de imitar con afectación las maneras y opiniones de aquellos a quienes consideramos más distinguidos. Léase contemporáneamente: lenguaje traqueto. Pero la pérdida de oír no es sólo insoportable, sino también mentirosa. Oír es la función del sentido del oído, agudo como en los perros y sordo como en las tapias. Escuchar, en cambio, requiere de atención humana, de foco y de discriminación. Y ahora nadie oye y dizque todos escuchamos. Procure que un mesero le escuche que usted no quiere pitillo plástico, o que el burócrata escuche su queja, o que la del call center escuche sus requerimientos, y observará que a veces ni le oyen ni le escuchan. “No le escucho porque estoy escuchando la música muy duro”. Perder el verbo oír es amputarse un sentido y saltarse una etapa en el proceso, pues primero necesariamente se oye y luego, con voluntad y determinación, se escucha. Qué paradoja que en Colombia, donde casi nadie ejerce en realidad la acción de escuchar al otro, hayamos perdido el oído y ganado un falso escucha.
Notícula: Estemos pendientes del proceso del Páramo de Santurbán: como bien dicen, “nuestro Dorado es el agua”.