A dos meses de terminar el año, después de haber pasado las duras y las maduras con la pandemia, como cada cuatro años las elecciones presidenciales y los candidatos acaparan las noticias. Nos encontramos a menos de un año de tener que elegir a la persona que liderará al país después de uno de los peores gobiernos de los últimos años y de la mayor debacle social y económica en décadas. Así las cosas, más que nunca estaremos tentados a fantasear con personajes que se promueven a sí mismos como mesías e incluso a convertir a quienes nos gustan en salvadores, en todopoderosos.
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Los colombianos vivimos de la esperanza porque la realidad nos apabulla, y por eso somos muy propensos a elegir por razones equivocadas. Después de tantas desilusiones electorales, son sabias las palabras de una amiga que dice que votaría para la Alcaldía de Bogotá por el candidato que se comprometa a rehacer la calle 13 (una vía que es una pesadilla del tráfico bogotano). Solo con cumplir eso tendría su voto. Aunque parezca un motivo muy básico, tiene toda la razón. A la hora de escoger es bueno poner los pies en la tierra y hacerlo no por el que prometa resolver lo divino y lo humano en cuatro años, sino por quien haga propuestas realistas y aterrizadas que se puedan cumplir.
Peligrosos para la democracia son aquellos candidatos que se venden como faros de la moralidad, con egos que los elevan tanto del piso que pierden su capacidad crítica y están convencidos de que este entuerto de país lo pueden resolver en su período de gobierno, porque se sienten superiores. Se atreven a afirmar que sus propuestas son históricas, nunca planteadas y que solo ellos podrán hacerlas realidad; o, peor aún, predicen la hecatombe si no son ellos los elegidos. Peligrosos también aquellos a quienes, por decisión propia, convertimos en profetas, salvadores y componedores de todos nuestros problemas. Estas personas no existen.
¿Cómo no desilusionarse entonces si nuestras expectativas a la hora de votar son insaciables? Los candidatos venden humo, y nosotros, ávidos de esperanza, enceguecidos, lo compramos. Esa es la razón por la cual todos nuestros gobernantes siempre nos defraudan (los buenos y los malos), ya sea porque no acaban con la desigualdad y la injusticia en su primer año de gobierno (algo sencillo), o porque no construyen el metro subterráneo ni los mil jardines infantiles que prometieron en campaña (conscientes de que no lo lograrán), o simplemente porque cortan un árbol para poder ampliar la red de transporte público, tan necesaria para la ciudad.
A la hora de elegir, mejor escoger nuestra calle 13, algo realista, posible y fundamental. Temas como la consolidación del proceso de paz, un compromiso real con el desarrollo sostenible, la reforma a la justicia o darle prioridad a la educación. Escuchemos a los candidatos, leamos entre líneas, no comamos sin masticar y, sobre todo, votemos por el que proponga algo factible, que contribuya a encaminar al país en la dirección correcta (no por el que prometa resolver todos los males en un período presidencial o por el que pensemos que pueda hacerlo). Mi calle 13 será, como ha sido siempre, la propuesta más comprometida con la educación, pues es un tema que conozco y me siento en condiciones de juzgar si lo prometido es posible. Los invito a pensar cuál sería la de ustedes.