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Lo que nos diferencia de los animales es nuestra capacidad para pensar, razonar y ser conscientes del entorno, del otro y de nosotros mismos. Sin embargo, los seres humanos también tenemos otra característica que nos separa de las demás especies y es la de convertirnos en asesinos por gusto y sin razón justificada. Las evidencias son múltiples, a veces incitados irracionalmente por líderes, como sucedió, por ejemplo, con el nazismo en Alemania, o por resentimientos y prejuicios históricos que brotan en entornos de completa anarquía, como fue el caso en Ruanda; pero lo cierto es que todos, al parecer, en las circunstancias y con la motivación adecuada, perdemos los instintos de conservación propios y colectivos.
La semana pasada, el general (r) Rodolfo Palomino, el coronel Humberto Martínez y mi prima Paula salían como de costumbre a hacer un recorrido en bicicleta desde el Puente del Común, sobre la autopista a Tunja. Llegando al cruce para desviarse hacia Sesquilé, fueron sobrepasados por dos vehículos de alta gama que parecían competir entre sí a 200 kilómetros por hora. Paula sintió a su paso cómo se elevaba y segundos después escuchó un estruendo que la obligó a voltearse y ver cómo un carro en dos llantas casi la rozaba y otra rueda volaba sin control hacia ella. Su reacción fue tirarse a la zanja, lo que la salvó, sin embargo, el auto volador alcanzó al general Palomino, quien hoy continúa hospitalizado con múltiples fracturas y hematomas.
Los accidentes suceden, pero es absolutamente inaudito que los causen ciudadanos que conscientemente deciden salir a arriesgar sus vidas y las de los demás, haciendo piques a velocidades increíbles e incumpliendo todas las normas de tránsito existentes. El responsable del incidente salió orondo a divertirse, a pesar de tener decenas de multas sin pagar desde el 2021 por exceso de velocidad y de que el carro que manejaba no tenía SOAT vigente. Criminalística ya estableció que iba a 240 kilómetros por hora y que, por su imprudencia, estrelló a varios carros, a un ciclista (el general) y estuvo a punto de herir o matar a una decena de personas. Adicionalmente, la escena posterior era de no creer. La grabación de las cámaras de la estación de gasolina cercana sospechosamente se borró en el instante del choque y los compañeros de carrera del conductor causante del accidente al parecer no paraban de reírse. Observaban una y otra vez los videos que tenían de los piques y afirmaban tranquilamente que para eso estaban los seguros. En otras palabras, les importaba un rábano la situación.
Vivir en Colombia es un deporte de alto riesgo, la impunidad nos ha convertido en una sociedad sin respeto por la vida, ni conciencia por los otros. Estos personajes que salen a hacer carreras por una autopista nacional sin ninguna consideración por su seguridad, y muchísimo menos por la de los demás, lo hacen porque saben que pueden. Sus actuaciones en otro país con un sistema judicial funcional serían consideradas intento de homicidio en segundo grado, pero en Colombia salen libres con una simple conciliación (afirmado por uno de los agentes investigadores del caso). Aunque sea esta vez porque la víctima es un personaje nacional, ojalá el caso no quede impune y sirva de escarmiento para estos conductores y los demás que creen que su interés particular les permite arriesgar la vida de los otros.
