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Devaluación

Isabel Segovia
25 de enero de 2023 - 05:02 a. m.

Hace poco más de un año, en este espacio, narré el horripilante y triste asesinato de Diego Alejandro Pérez Duitama, joven de 23 años que salió de su casa a las 5 a.m. hacia el gimnasio, como hacía todos los días, cuando fue abordado por cuatro hombres para robarle su celular y su bicicleta. En ese trágico intercambio, uno de los malandros decidió que esos objetos tenían suficiente valor como para darle una puñalada en el corazón. Diego Alejandro era el segundo hijo de Nancy (el primero lo perdió un año antes, era militar y fue abatido en el Catatumbo), una excelente colega y amiga, trabajadora incansable, que todos los días, desde hace más de 20 años, se levanta a trabajar con niños.

Este 19 de enero en la madrugada, Rafael Cortés, de 61 años, caminaba de regreso a su casa en la localidad de Engativá cuando fue abordado por dos jóvenes en bicicleta (al parecer uno menor de edad, según informó la policía), quienes con la intención de robarlo decidieron apuñalarlo. Las heridas que le propinaron fueron mortales, se desangró sentado en un andén, mientras un amigo que presenció de lejos lo ocurrido lo acompañaba. Rafael falleció a las pocas horas de ser atacado; era el papá de Laura, maestra, coordinadora pedagógica de un jardín infantil en Bogotá.

Tanto Nancy como Laura trabajan en la misma organización, una empresa de tamaño mediano, lo que hace inverosímil que una vez al año sea asesinado algún familiar cercano de quienes laboran allá. Lo doloroso es que estos espantosos incidentes no son coincidencia, sino hechos que pasan a diario en el país y la ciudad donde vivimos. Cabe preguntarse cuántas personas que conocimos fueron asesinadas, o cuántas cuyos familiares o amigos corrieron la misma suerte. Y si adicionamos a las víctimas de otros delitos, como el secuestro o el hurto, el tamaño de la lista de varios de nosotros se vuelve escalofriante.

Evidentemente existirán otros países en el mundo cuyas tasas de homicidios, secuestros y hurtos son más altas que las de Colombia, pero me atrevo a aseverar que deben ser pocos, especialmente si no consideramos en el listado a aquellos que se encuentran oficialmente en guerra (interna o externa). En nuestro país no hay nada más devaluado que la vida; se mata por cualquier razón. Como en estos casos los jóvenes son constantemente víctimas y victimarios; las madres, padres y familiares cercanos padecen penas insufribles, y muchos hijos e hijas se convierten en huérfanos prematuramente. Sin embargo, probablemente por falta de opciones, vivimos anestesiados y hasta nos cuestionamos por qué nos tendrán estigmatizados. Es absolutamente irracional, inhumano e inconcebible acostumbrarse, aceptar y resignarse a escuchar estas historias de terror y creer que Colombia es un país posible. Hermoso, biodiverso y con mucho potencial, pero mientras no se empiece a valorar la vida, seguirá siendo un país inviable. Hagan el ejercicio, pregúntenles a sus amigos extranjeros cuántas personas asesinadas conocen y verán que nada de lo que se afirma es exagerado. La vida en Colombia vale mucho menos que el peso.

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