El viernes murió Pedro Gómez Barrero. Llevaba meses con el propósito de saludarlo y justo el miércoles pasado cumplió años y quise felicitarlo, pero no llegué a hacerlo. Por eso aprovecho esta columna para despedirme de este gran señor, de manera póstuma. Don Pedro, como lo identificamos quienes coincidimos con él en algún momento de su larga y aventurada vida, era un hombre extraordinario. Lo conocí hace un poco más de 20 años cuando, a pesar de que mi papá, su amigo de muchos años, le dijera que tal vez yo no era la indicada para lo que buscaba, me ofreció trabajo. Así comenzó la mejor relación laboral que he tenido con un jefe durante toda mi carrera profesional, y sin duda la que más me ha aportado.
Mucho se ha dicho de don Pedro. Los homenajes no se han hecho esperar, pero las referencias a su vida describen principalmente sus contribuciones como empresario de la construcción. Sin duda fue un referente en ese tema, pues no solo fue el padre de los centros comerciales, sino que redefinió el concepto de vivienda haciéndolo más elegante y digno, sin importar el estrato al que perteneciera. Sin embargo, don Pedro fue mucho más. Enumero apenas algunas de las causas donde su contribución fue esencial: lideró la reconstrucción de Armero y aportó significativamente a la del Eje Cafetero. También fue un apasionado por lograr la paz, participando directamente en múltiples de los fallidos procesos. Y justo con esta visión de seguir aportando creó hace más de 35 años la Fundación Compartir, de la que poco se ha hablado en estos días. Compartir revolucionó el concepto de vivienda de interés social y, a su vez, la autosostenibilidad administrativa y financiera de entidades de su tipo. Desde su inicio se manejó como una empresa privada, eficiente y sostenible, lo que le permitió incursionar en muchos campos de importancia para el país. Los logros alcanzados por Compartir en vivienda, formación para el trabajo y, sobre todo, en educación representan para mí el legado más grande de don Pedro.
Justamente este último tema fue su gran obsesión. Me consta que trabajó sin descanso y aportó su tiempo, creatividad y recursos para contribuir a la transformación de la educación en el país. A través de la Fundación fue el promotor de la construcción de múltiples colegios, administrando con éxito durante años algunos de ellos. Adicionalmente diseñó e implementó el único reconocimiento de la sociedad civil a los maestros y rectores, que durante ya más de 20 años, a través un trabajo riguroso, identifica, acompaña y enaltece a los mejores docentes y directivos del país. Y no contento con estos aportes, también gestó, financió y difundió uno de los estudios más serios realizados en el país sobre lo que se debe hacer para mejorar la calidad de la educación en Colombia: “Tras la excelencia docente”.
Tuve la fortuna de acompañarlo en varios momentos durante esta maravillosa cruzada y aprendí infinitamente a su lado. Su entusiasmo, energía y su capacidad para perseverar y nunca rendirse eran contagiosos. Dijo Napoleón: “La grandeza de un hombre no se mide de los pies a la cabeza, sino de la cabeza al cielo”. Como constructor y empresario pienso que fue extraordinario de los pies a la cabeza, pero como gestor social y amante de su país lo fue de la cabeza al cielo. Adiós, querido don Pedro.