Hemos observado cómo antiguas democracias del mundo occidental vienen girando hacia los extremos, eligiendo líderes que representan a las mayorías y en sus planteamientos y políticas reprimen los derechos adquiridos por los grupos minoritarios. Tal es el caso de Trump en los Estados Unidos, el fenómeno del brexit en Reino Unido, la casi victoria de Salvini el año pasado en Italia y los gobiernos de extrema derecha de Polonia, Brasil y Turquía, entre otros. Cierto es que el momento político mundial no es muy alentador, pero lo más triste es que Colombia se haya saltado el momento político de centro por el que pasaron muchas democracias en el mundo y haya caído, sin escalas, en la política de extremos.
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Estos países, cuyo movimiento pendular se ha ido hacia los extremos, pasaron por etapas muy importantes para la construcción de sociedades justas, equitativas y con igualdad de derechos para todos sus ciudadanos. Ninguna perfecta, pero sin duda mucho más evolucionadas que la nuestra. Aunque a algunos nos avergüence, somos una sociedad xenófoba, homofóbica, clasista, racista, intolerante; las minorías nos incomodan y las pocas políticas que se han generado basadas en nuestra progresista Constitución son constantemente atacadas y obviadas. Lo sorprendente es que, por la forma como se ha comportado la política y quienes han sido parte de su esfera, en los últimos años se ha generado en el país una minoría de centro. Un grupo de ciudadanos que no se sienten representados por ninguno de los extremos, pero que reconocen los logros y validan algunas de sus ideas; sin embargo, al hacerlo, son discriminados, tildados de traidores y estigmatizados.
¿Por qué no aceptar que con Uribe se lograron sentar las bases para la paz, se obtuvieron los más altos niveles de cobertura educativa que el país haya tenido, la economía creció y el optimismo volvió? ¿Por qué no reconocerle a Santos, en vez de tildarlo de traidor, que gracias a su empeño se firmó la paz con la guerrilla más vieja del continente americano, convirtiéndonos en una nación viable aunque subsista el problema de violencia en el país? ¿Y por qué no poder mostrarse de acuerdo con las ideas de Petro de justicia, equidad e igualdad de condiciones para acceder a educación y salud de buena calidad y vivienda digna para todos?
En este país no se le puede dar crédito a alguien o tener alguna postura que se asemeje a la de algún extremo porque se es tachado de uribista o petrista, según sea el caso, y siempre traidor de la causa. Esta semana, por ejemplo, Claudia López fue tildada de uribista por la izquierda petrista porque osó decirle a un estudiante de la Universidad Distrital que los capuchos no representan a nadie y al contrario violan el derecho de la ciudadanía a manifestarse libremente. La insensatez llega a unos extremos absurdos: Claudia López, la más ferviente crítica de Uribe, a la que todos vimos cantándole las verdades sin ningún resquemor, ahora es tildada uribista.
Esta minoría a la que pocos quieren escuchar no es santista, ni petrista y mucho menos uribista. Es capaz de reconocer las virtudes y los defectos de los demás sin por ello convertirse en fanática de alguno de los “ismos”. Lo que tiene de sobra es lo que le está faltando en exceso a esta sociedad: sentido común. Pero eso de escuchar y respetar a las minorías todavía no es de este país.