Del ejercicio de escribir para opinar, lo más difícil suele ser escoger el tema y argumentar al respecto, porque es imposible ser experto en todo. Sin embargo, en Colombia, particularmente en los últimos años, pasan todos los días tantas cosas tan espeluznantes, tristes e indignantes, que los temas sobran y el espacio nunca es suficiente.
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Con el extraordinario grupo de personas que nos unimos en pro de restituirles a los niños y a los jóvenes el derecho esencial de recibir una educación presencial, definimos este momento como el de los “des”. Vivimos una época de gran desasosiego, profunda desesperanza, tremenda desilusión, enorme desesperación e inmensa desazón. Los colombianos, particularmente los jóvenes, gritan en las calles que quieren creer que hay para ellos un futuro diferente a la violencia, a la pobreza y al destierro. Es una generación que se encuentra absolutamente desalentada, desanimada, desmotivada, descorazonada y desolada.
Colombia se despedaza ante un Gobierno ciego y sordo, cuya respuesta a este desesperado llamado es salir a reprimirlos, en vez de escucharlos, protegerlos, acogerlos, tratar de entenderlos y empezar a construir conjuntamente caminos de reconciliación. Y esto no es nuevo: las manifestaciones de 2019, que quedaron suspendidas por la pandemia, fueron el primer campanazo; siguieron las violentas protestas de septiembre del año pasado, cuando continuaron masacrándolos (en esa oportunidad murieron al menos siete personas entre 17 y 27 años).
Pero los jóvenes no desfallecen ni se rinden; llevan tres semanas movilizándose, sin importar que nos encontremos en uno de los peores momentos de la pandemia y que la respuesta del Estado haya sido cruenta. Como bien lo dicen, Colombia les quitó todo, hasta el miedo, y no van a desistir. Las cifras a la fecha son escalofriantes: entre 19 y 42 muertos, entre 168 y 471 desaparecidos, y más de 800 heridos; la mayoría de las víctimas, menores de 28 años. Y como la tragedia en este país no parece tener fin, también se han reportado 16 casos de abuso sexual perpetrado por uniformados contra niñas y jóvenes retenidas. Cómo olvidar a la niña de 17 años de Popayán presuntamente violada por policías, que no vio otra salida después de tan atroz experiencia que quitarse la vida.
La más clara evidencia de descomposición social y de una fallida estructura política e institucional se muestra cuando quienes deben ser los garantes de los derechos humanos, los uniformados que representan al Estado, en vez de proteger, son quienes ultrajan, violan, maltratan y asesinan. Claro, como ciudadanos que son, ellos también tienen derechos y quienes atentan en su contra deben ser judicializados. Pero en una sociedad justa jamás deben vulnerar los derechos de los ciudadanos a través del uso desproporcionado de la fuerza. Le fallamos a la siguiente generación. Insufrible y doloroso país.
Esos a quienes llaman vándalos, máquinas de guerra y revoltosos no son otros que niñas, niños y jóvenes a quienes estamos arrebatándoles el futuro. Les negamos el acceso a la educación, con lo cual les quitamos la oportunidad de un mejor porvenir; los desescolarizamos; los condenamos a vivir en la pobreza y, cuando protestan, los maltratamos, violamos, desaparecemos y asesinamos. Desventurado país el nuestro que destruye deliberadamente su futuro.