Somos una sociedad indiferente y apática, del sálvese quien pueda, si no es conmigo no interesa, si no me afecta no es importante, con poca comprensión de lo que significa el bien común y lo relevante que es para el bienestar individual. Ejemplos que demuestran nuestra falta de empatía van desde actos al parecer insignificantes, como parquear donde nos provoca (sin importar el caos que generemos), a realmente indignantes, como robarse los recursos de la alimentación de los niños. Existen razones socioculturales que explican nuestra incapacidad de sentir lo que está sintiendo el otro. Un país que no ha logrado generar bienestar para todos sus ciudadanos, permeado por la violencia y la injusticia social, y que perpetúa las inequidades, produce un entorno donde la gente no encuentra otra opción que el egoísmo y la indiferencia para sobrevivir.
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Somos una sociedad indiferente y apática, del sálvese quien pueda, si no es conmigo no interesa, si no me afecta no es importante, con poca comprensión de lo que significa el bien común y lo relevante que es para el bienestar individual. Ejemplos que demuestran nuestra falta de empatía van desde actos al parecer insignificantes, como parquear donde nos provoca (sin importar el caos que generemos), a realmente indignantes, como robarse los recursos de la alimentación de los niños. Existen razones socioculturales que explican nuestra incapacidad de sentir lo que está sintiendo el otro. Un país que no ha logrado generar bienestar para todos sus ciudadanos, permeado por la violencia y la injusticia social, y que perpetúa las inequidades, produce un entorno donde la gente no encuentra otra opción que el egoísmo y la indiferencia para sobrevivir.
Esta realidad nos lleva directamente a la educación y al ejemplo que están recibiendo nuestros hijos. Los padres, consciente o inconscientemente, fomentamos comportamientos apáticos, trasmitiendo a los niños que, mientras el problema no sea con ellos, no se metan y sean indiferentes. En otros casos, incluso promovemos la agresión y el maltrato escudándonos en la defensa personal y pensamos que de esta forma les estamos dando herramientas para sobrevivir. Sorprende que las instituciones educativas no cuenten con mecanismos para evitar casos de abuso, matoneo y exclusión, y sorprende mucho más que permitan que la solución sea la de retirar de la institución al niño maltratado (incluso en los colegios de élite, que cuentan con todos los recursos). El abusador se queda, el maltratado se va y la comunidad indiferente le desea lo mejor al excluido y sigue como si nada. El mensaje es claro: si no es contigo, no te metas, y si eres el matoneador, no te preocupes, así triunfarás.
Difícil para el sistema educativo hacer contrapeso a la educación que se da en casa; sin embargo, no por ello debe resignarse. Los colegios deberían estar obligados a contar con herramientas para enfrentar estas situaciones. La labor empieza desde la primera infancia. Si durante los primeros años de vida no se trabaja con los niños para que, a través del manejo de sus emociones, aprendan a ser solidarios, empáticos, a regular sus emociones, a resolver sus problemas de forma pacífica, a compartir y trabajar en comunidad, lograrlo después será más difícil, aunque no imposible. Se nos olvida, o no sabemos, que para lograr el éxito académico debemos ser inteligentes emocionalmente. Los padres que piensan que entre más rápido aprenda su hijo a leer, a sumar, a hablar un segundo idioma, más inteligente será y mejores herramientas tendrá para el futuro, se equivocan. Eso es importante, pero si no aprenden a percibir las necesidades ajenas, a comprender a los demás y a ser solidarios, nada de eso les servirá.
La empatía, según la Real Academia de la Lengua Española, es la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. Si lográramos fomentar ese valor en las siguientes generaciones, no cabe duda de que tendríamos un país solidario, equitativo y justo. Para esto, los padres y educadores no podemos desfallecer y mucho menos ser indiferentes a los sucesos de exclusión y maltrato que se presentan a diario a nuestro alrededor, hasta en los supuestos mejores colegios.