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Hace unas semanas, profesores e investigadores de la Universidad de los Andes (Lucas Marín, Mariana Rodríguez, Darío Maldonado y Sandra García) publicaron un artículo que tristemente comprueba lo que repetimos constantemente quienes nos unimos a la campaña La Educación Presencial Es Vital durante la pandemia: cerrar los colegios de manera prolongada (e injustificada) traería consecuencias nefastas sobre el proceso de aprendizaje de las niñas, niños y jóvenes, especialmente los más vulnerables, y, a mediano plazo, sobre el desarrollo social y económico del país.
El documento, titulado Desigualdad en el aprendizaje durante el COVID-19: evidencia para estudiantes de secundaria en Colombia, revela consecuencias verdaderamente preocupantes. Para estimar las cifras, los investigadores utilizaron los resultados de las pruebas Saber 11, obligatorias para todos los estudiantes de último grado de los colegios del país, y las cruzaron con información de los estudiantes en cuatro dimensiones: (i) individual (género y grupo étnico), (ii) nivel socioeconómico de la familia, (iii) tipo y ubicación del colegio (público/privado y urbano/rural) y, (iv) características del municipio donde habitan (nivel de pobreza y condiciones de violencia).
Todas las dimensiones muestran un crecimiento en la inequidad en el aprendizaje mayor al 48 %, siendo la diferencia entre los resultados de los colegios en las zonas rurales vs. los de las urbanas, la mayor (372 % de aumento). La única que disminuyó fue la de género, pero las cifras obtenidas en este caso deben ser estudiadas con mayor detalle, ya que podrían estar afectadas por los altos niveles de deserción escolar de las niñas y adolescentes. Investigaciones realizadas en otros países concluyen que, en épocas de cierres por razones como las limitaciones de movilidad, el cuidado a menores, el trabajo doméstico, el matrimonio forzado y el embarazo, las niñas y las adolescentes son las primeras en desertar. En Colombia, por ejemplo, entre el 2020 y el 2021 hubo un aumento de 13.81 %, según cifras del DANE, en los embarazos en niñas menores de 14 años, evidencia que contribuye a sustentar esta hipótesis.
Como lo concluye el estudio, los resultados incluso pueden estar subestimados porque falta la variable de deserción (jóvenes que ni siquiera presentaron el examen porque se retiraron del colegio antes de terminar), y porque para la prueba solo se consideraron los resultados de los dos últimos grados. Seguramente el impacto en el aprendizaje fue mucho mayor en niños y niñas que vivieron el cierre durante procesos críticos como el de lectoescritura.
No sorprende que todos queramos olvidarnos de los años de pandemia, pero recordemos que la generación de niños, niñas y jóvenes que vivió ese momento y que fue privada del derecho fundamental a educarse sufrirá las consecuencias durante toda su vida (y, por consiguiente, el país también) si no hacemos algo urgentemente para remediar esta realidad. Desde el Ministerio de Educación no se escucha mucho sobre el tema. No obstante, confío en que el nuevo viceministro, que fue parte del movimiento La Educación Presencial Es Vital (incluso fue quien le dio el nombre) y trabajó años con las instituciones educativas rurales (las más afectadas), nos sorprenda con una política y un plan para enfrentar esta grave y triste situación.
