Cuando empezamos a oír que en China se había propagado un virus, de este lado del mundo pensamos que se trataba de otra gripa aviar, otro coronavirus que afectaría a algunas personas, mataría a otras, pero se contendría como los anteriores y por acá llegaría muy debilitado. La sensación de seguridad comenzó a cambiar al conocer la tragedia que vivía Italia, seguida por los demás países europeos, donde los muertos ya sumaban miles sin que la medicina occidental pudiera hacer algo para contener la hecatombe. A partir de ese momento contábamos los días, sabíamos que la llegada del virus sería inevitable, pero nunca imaginamos lo que verdaderamente nos esperaba.
Sobrepasando, ojalá, el devastador tercer pico, con más de 100.000 muertos (de los contabilizados) a nuestras espaldas, los hospitales colapsados, el personal médico exhausto y emocionalmente afectado, los niños y jóvenes con sus procesos de desarrollo completamente truncados, millones de personas desempleadas, miles de empresas quebradas y la mayoría de la población inconforme, sin nada que perder, podemos afirmar que estamos viviendo una gran guerra (mundial), de la cual todavía no logramos salir, ni siquiera derrotados, y con efectos que padeceremos durante décadas.
Como en toda guerra, todos pierden, aunque los “ganadores” pierden menos. Sin embargo, lo irrefutable es que en este continente, sobre todo en el sur, perdimos mucho más. Las razones, sin duda, son sociales: países mal gobernados durante décadas, con sociedades profundamente desiguales y con una proporción muy grande de su población en condición de vulnerabilidad. Lo triste es que cuando termine esta pesadilla no saldremos mejor, como algunos ingenuamente pensábamos, sino mucho peor, pues la inequidad y la pobreza se habrán acentuado aún más.
Pero hay luz al final del túnel; hoy el mundo se encuentra dividido en dos: uno donde la gente se sigue enfermando, pero muy pocos mueren, y otro donde se enferman y muchos mueren. La razón no es otra que la utilización de la única arma que puede combatir al enemigo: la aplicación masiva de vacunas. Por eso, parece inverosímil que, después de lo vivido y de cómo se vive actualmente del otro lado del mundo, existan personas que se rehúsan a recibir la vacuna. Parecen no entender que vacunarse no se trata solamente de una decisión personal, pues no hacerlo no sólo afecta al individuo, sino a la sociedad que, en su conjunto, busca lograr la inmunidad colectiva cuanto antes.
Pensar que el virus no nos infectará es una gran falacia y no por haber llegado invictos hasta la fecha lo vamos a superar. Su poder es mucho mayor que nuestra capacidad de esquivarlo. En mi casa entró por la puerta, nos cogió cuidadosos y guardados, contagió a los seis ocupantes y este es el parte: la única niña tuvo síntomas muy leves; de los cinco adultos, los dos vacunados presentaron síntomas, algunos muy molestos, pero todos controlados; uno de los no vacunados la pasó muy, pero muy mal, pero no se complicó; los otros dos terminaron en la clínica y uno casi muere. Esta es la vida que nos tocó vivir; la batalla continúa y el enemigo puede tocar la puerta en cualquier momento. Si queremos salir de esto, como sociedad debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad y hacer lo mínimo que nos corresponde: vacunarnos.