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Es evidente que en la mayoría de los países las políticas implementadas para combatir el COVID-19 han sido restrictivas y autoritarias. Imposible negar que las autoridades decidieron, guiadas por el temor y el desconocimiento, propagar miedos e imponer medidas arbitrarias que coartan las libertades individuales de millones de personas. También es cierto que la pandemia confirmó algo que sabíamos, pero cuyos efectos no lográbamos imaginar cuando se tratara de una enfermedad contagiosa: que vivimos en un mundo muy pequeño. Por esa razón, no basta con cerrar fronteras y confinar gente para contener su propagación. Mientras sigamos imponiendo el bien personal sobre el común, este virus y los que vendrán terminarán de acabar con nuestra preciada libertad.
Durante el año 2020 el escepticismo y la desesperanza eran emociones ampliamente compartidas. Millones de personas enfermaron gravemente y muchas murieron ante un personal médico sin herramientas, agotado y desesperado, y ante una sociedad estupefacta que no alcanzaba a dilucidar la magnitud de la tragedia. Escuchamos cómo el virus se propagó en China y pensamos que allá lo contendrían. Después observamos cómo morían miles de italianos, pero dimos por hecho que los europeos acabarían con él. Aunque conocíamos que las personas se morían en las calles de Guayaquil, no creíamos que algo así nos pudiera ocurrir. Y sucedió. Las cifras son escalofriantes: más de 260 millones de contagiados y más de cinco millones de muertos a nivel mundial, de los cuales Colombia aporta cinco millones de contagiados y cerca de 130.000 muertos.
No obstante, hemos recuperado algo de esperanza gracias a que la ciencia logró en tiempo récord desarrollar vacunas que reducen el número de personas que se enferman gravemente y mueren. Al inicio de los planes de inoculación era comprensible que algunos escépticos quisieran esperar un tiempo; sin embargo, a estas alturas del partido, después de haber sufrido tanto y de comprobar ampliamente que es mejor la cura que la enfermedad, es incomprensible que todavía existan personas que no quieran hacerlo. Otro es el caso de los países que por falta de solidaridad no logran acceder a las vacunas. Estamos aprendiendo, a las malas, que el bien común debe prevalecer sobre el individual, no sólo en nuestra propia comunidad sino a nivel mundial. Mientras el acceso a las vacunas no sea más equitativo, ningún país estará suficientemente seguro y para la muestra, un botón: la variante ómicron.
En las sociedades que se consideran libres y respetan el interés y el deseo particulares, todos aquellos que no quieren vacunarse, pudiendo hacerlo, son libres de elegir esa opción. No obstante, como se debe respetar también la libertad de quienes no quieren exponerse más a la enfermedad, siendo el COVID-19 el problema de salud pública más complejo que haya enfrentado la humanidad, no existe contradicción cuando se les solicita a aquellos que no se han querido vacunar que respeten los espacios laborales, sociales, recreativos o culturales de los ya vacunados. Hace años la mayoría de las sociedades de Occidente decidieron implementar lo mismo con los fumadores: quien quiera hacerlo puede, mientras no perjudique y enferme a los demás. Vacunarse es una decisión personal que afecta a toda la sociedad. Así debe tratarse.
