Finalmente, la ministra de Educación puso fecha a la apertura de colegios: entre abril y mayo el 100 % de las sedes educativas deberán estar abiertas y el 100 % de los estudiantes deberán asistir bajo el modelo de alternancia. Simultáneamente, la alcaldesa de Bogotá informó a la ciudadanía que la prioridad ahora será mantener los colegios abiertos y por esta razón los demás sectores serán quienes asuman los cierres para enfrentar el tercer pico de la pandemia.
Desafortunadamente, el daño está hecho, pero poner plazo a las aperturas y dar prioridad al proceso educativo de los niños y de los jóvenes evitará que lo sigamos agudizando. Hoy, cuando algunas regiones padecen un tercer pico de contagios, es muy importante tener presente que los colegios deben ser los últimos en cerrar, como lo está haciendo Bogotá; que el pico no es uniforme en todo el país y las decisiones sobre los cierres deben tomarse según la realidad de cada municipio, siguiendo los lineamientos establecidos por el Ministerio de Salud y contando con su autorización, como lo hace ahora magistralmente Antioquia; y que si toca cerrarlos, deben estar listos para una apertura inmediata una vez las condiciones epidemiológicas lo permitan, porque tendrán que ser los primeros en abrir.
Además de haber privado a la mayoría de la población en edad escolar del derecho a la educación, la recreación y la socialización, hemos satanizado los colegios y a los niños. No logramos superar el miedo a la relación que tienen estos espacios y los estudiantes en la propagación del virus, aunque la evidencia demostró, desde hace más de un año, que los niños no son grandes vectores y se contagian menos, y que el nivel de contagio en el colegio es el mismo que el de la comunidad donde se encuentra (en algunos casos incluso son entornos más seguros). El mejor ejemplo es la reciente declaración del alcalde de Medellín en la que lista, de manera descontextualizada, una a una las edades y las condiciones médicas de aquellos menores de edad en estado crítico de salud debido a la pandemia. Obviamente la vida de cualquier ser humano en riesgo genera una pena enorme y cuando se trata de un menor de edad, peor, pero utilizar esta situación para generar temor en la ciudadanía no sólo es irresponsable sino mezquino e irrespetuoso con quienes han vivido de cerca esa terrible realidad.
Las instituciones educativas, como todos los espacios que habitamos y utilizamos día a día, no están exentas de riesgo. Sin embargo, sabemos cómo podemos mitigarlo y conocemos los protocolos a seguir cuando se producen contagios. Los niños y los jóvenes no pueden seguir siendo los responsables de resguardar a los adultos que los rodean; todo lo contrario, quienes debemos protegerlos y velar por sus derechos somos justamente los mayores.
Posdata. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar sigue sin cumplir su función. De las más de 65.000 unidades de servicio de atención a menores entre cero y cinco años, sólo 1.000 se encuentran abiertas. Adicionalmente, mantiene inexplicables restricciones, como la imposibilidad de atender presencialmente a los menores de dos años y obligarlos a usar tapabocas, cuando de manera reiterada la OMS ha declarado que utilizarlos en estas edades es más dañino que no hacerlo. Otra tragedia silenciosa que como sociedad nos costará años enmendar.