Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Tal vez sea por ignorancia, pero siempre he pensado que los índices de felicidad son difíciles de creer. Colombia, por ejemplo, aparece como uno de los países con la gente más feliz del mundo a pesar de nuestra dura realidad. Sin embargo, lo que sí somos es fiesteros. Nuestra mezcla racial, musicalidad y variedad cultural nos hacen una sociedad con mucha sabrosura. Las fiestas hacen parte de nuestra identidad, no son momentos aislados, sino que forman parte de nuestra cultura, de nuestra forma de vivir, de nuestro día a día.
Como lo expresa un filósofo español que habita en Colombia desde los años 60, Jesús Martín-Barbero, en su libro De los medios a las mediaciones: comunicación, cultura y hegemonía: “La fiesta no se constituye (...) por oposición a la cotidianidad; es más bien lo que renueva su sentido, como si la cotidianidad lo desgastara y periódicamente la fiesta viniera a recargarlo renovando el sentido de pertenencia a la comunidad. Y eso lo hace la fiesta proporcionando a la colectividad tiempos periódicos para descargar tensiones, para desahogar el capital de angustia acumulado”.
En este contexto, me confieso absolutamente colombiana, completamente parrandera, y con la autoridad para referirme a una fiesta que es sin duda la madre de todas las rumbas de nuestro país: el Carnaval de Barranquilla. Justamente estuve este fin de semana en la Arenosa, por séptimo año consecutivo, participando de este maravilloso evento. El Carnaval lo captura a uno con su magia y Barranquilla se convierte en el escenario perfecto, pues todo fluye y su gente solo transmite alegría y tranquilidad.
Hace siete años participé como espectadora y, sin dudarlo, al año siguiente me convertí en integrante de la fiesta. Llevo seis carnavales eligiendo, elaborando y portando un disfraz, bailando varios kilómetros, a plena luz del día, impregnada de felicidad, y con las preocupaciones en una maleta, pues el Carnaval no es solo unos días de rumba, es también una actitud donde todos nos contagiamos de un inmensa alegría. La perfecta descripción de este Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad la encontré en un meme que dice: “lo mejor de Barranquilla es que durante cinco días nos vale mondá todo lo que pasa en Colombia y el mundo… es como ponerse un chaleco de importaculismo que impide que entren las balas de algún sentimiento diferente a la alegría”. Y, efectivamente, así es.
Como el Carnaval hay miles de fiestas en Colombia, con características, particularidades y sabores de las diferentes regiones donde nacen y suceden. El Carnaval tal vez es una de las más impresionantes y renombradas. Sin embargo, cada una tiene su encanto y todas son parte de nuestro ADN; negarlo es imposible. Si todos los colombianos sintiéramos lo que se vive en estos escenarios, tendríamos más herramientas para enfrentar nuestra realidad. En países como el nuestro, sin cambios estacionales que cierren o empiecen ciclos, las fiestas son justamente los momentos en que se rompen las rutinas, se coge aliento y se recargan las energías para seguir adelante. Gracias a Barranquilla, a su Carnaval y a la comparsa Disfrázate como quieras, que me han permitido, en esta etapa de mi vida, tener un momento en el año para compartir con amigos, con mucho amor y regocijo, recargándome de buenas energías para seguir adelante. ¡Quien lo vive es quien lo goza!
