Muchos advirtieron la debacle educativa que se produciría con el cierre de los colegios durante la pandemia y con la implementación masiva y prolongada de la virtualidad para compensar la situación. Las consecuencias no se han hecho esperar: resultados educativos que muestran pérdidas de aprendizaje significativas, crecimiento en los índices de deserción y repitencia (o promoción automática sin cumplimiento de los objetivos del año escolar anterior, que aumenta el riesgo de deserción posterior), incremento de problemas nutricionales y de salud, presencia de una delicada situación psicoemocional en estudiantes y profesores, y aumento del trabajo infantil, embarazos adolescentes y violencia de género, entre otras.
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Por ejemplo, hace unos meses se conocieron los resultados de las pruebas nacionales de los Estados Unidos, los cuales mostraron que, tanto en matemáticas como en lectura, los niños de nueve años obtuvieron calificaciones iguales a las de hace dos décadas. Fue la mayor caída registrada desde los años 70, cuando se empezó a realizar esta evaluación. Los resultados fueron malos para los estudiantes de los diferentes niveles socio-económicos y grupos étnicos, pero obviamente fueron más agudos para aquellos en situación de vulnerabilidad más alta. Los exámenes fueron presentados por 14.800 estudiantes y comparados con los del mismo grupo de edad presentados al principio del 2020, justo antes de la pandemia.
Tristemente, informes como este se han vuelto el pan de cada día. Incluso desde finales del 2021, investigadores del Banco de la República demostraron que la presencialidad era vital para lograr un mejor rendimiento escolar, y revelaron cómo los estudiantes que tuvieron la suerte de contar con algún tipo de alternancia durante ese año obtuvieron mejores resultados que quienes solo estuvieron en la virtualidad. La educación superior también sufrió: bajó el número de matriculados (que todavía no se recupera), aumentaron las deudas de las universidades privadas y, lo más grave, los resultados de Saber Pro (examen nacional que mide competencias justo antes de terminar sus carreras) siguen mostrando brechas significativas entre estudiantes de diferentes niveles socioeconómicos.
En conclusión, se advirtió, y ahora lamentablemente se comprobó: la virtualidad, incluso cuando técnicamente era buena, fue desastrosa para el sistema escolar y tuvo consecuencias nefastas, en muchos casos irreversibles, en los niños y jóvenes de toda una generación.
Lo inexplicable es que instituciones educativas de todos los niveles sigan considerándola una opción, aunque sea de uso esporádico. La última e inesperada consecuencia es que ahora, cada vez que se presenta una incomodidad (como el Día sin Carro), una emergencia temporal (como las inundaciones de La Calera) o una necesidad de la administración (como ampliar la cobertura), se impone como única opción. Los avances tecnológicos son un gran apoyo al proceso educativo, y aplicados adecuadamente lo complementan y mejoran, pero jamás reemplazarán a la presencialidad. Me temo que la pandemia emperezó al sistema educativo y, a pesar de la evidencia, se sigue utilizando la virtualidad para hacer el menor esfuerzo, lo cual no ayuda a resolver los graves efectos de los cierres ni a enfrentar al enorme reto que tiene la educación.