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En este espacio se ha escrito de manera constante sobre la niñez en Colombia, tristemente, siempre para denunciar cómo el país es incapaz de garantizar los derechos de sus niños y adolescentes y, por consiguiente, de protegerlos. Para sustentar esa afirmación, se han presentado cifras relacionadas con la aterradora situación de los menores con respecto a la desnutrición, los embarazos adolescentes, la violencia sexual y física, el desplazamiento y el reclutamiento, entre otras. Al actualizar algunas, solo se quiere llorar. Por ejemplo, en 2022 murieron 309 menores de cinco años (111 más que los registrados en 2021), y 21.483 padecieron desnutrición aguda (en 2021 esta cifra fue de 15.897). Adicionalmente, 426 fueron asesinados entre enero y agosto del año pasado, un aumento del 12 % comparado con el mismo período del año 2021, y 268.524 fueron víctimas del conflicto, lo que representa un incremento del 11,5 %, con respecto a 2021.
Con el fin de garantizar los derechos de los menores, aunque sin mucho éxito, hace ya más de 15 años se expidió el Código de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006), con el cual se fortalecieron las instancias y la capacidad institucional para prevenir y proteger a los menores cuyos derechos están en riesgo o han sido vulnerados. Así mismo, se diseñó y comenzó a implementar la política de atención integral a la primera infancia, que todavía cuenta con muchas restricciones presupuestales y de capacidad; se amplió la cobertura y se realizaron esfuerzos por mejorar la calidad de la educación primaria y secundaria, pero no de manera sostenida.
El problema es que, a pesar de los avances, el sistema de prevención y protección de los menores continúa sin generar confianza. Hace unos días conocí el caso de un niño que se encontraba en una situación de riesgo, y aunque las instituciones responsables de brindarle protección se hicieron presentes, al tratar de resolver, los adultos de las distintas instancias de protección que intervinieron en el caso hicieron todo lo posible para que el niño no fuera llevado a la institución que supuestamente debía protegerlo. La policía nacional llegó a tiempo y se comunicó con la policía de infancia y adolescencia (grupo especializado en el manejo de la vulneración de derechos de los niños), la cual advirtió que si participaba estaba obligada a llevar al niño a una de las instituciones de protección aprobadas (como lo indica la ruta de atención), y sugirió que no se activara esa parte del proceso, pues el niño sufriría una experiencia traumática, no solo por la situación en la que estaba, sino porque el sitio a donde sería llevado está lejos de ser apto para manejar estas situaciones y el procedimiento para entregarlo a sus familiares sería demorado y dispendioso, causándole, al final, más perjuicios.
Para este niño el final fue feliz gracias a la intervención y el manejo responsable de los adultos presentes durante el incidente, pero no deja de ser atemorizante que incluso cuando la institucionalidad está diseñada para protegerlos, en realidad la cura resulta peor que la enfermedad. La conclusión es la de siempre: ser niño en Colombia significa formar parte de una población extremadamente vulnerable y desprotegida, y mientras las condiciones de cuidado, educación y protección no mejoren, Colombia seguirá siendo un país sin futuro.
