Los colombianos llevamos meses escuchando sobre la reforma a la salud, lo bueno y lo malo del sistema actual, y los perjuicios o beneficios de los cambios que se proponen. En esta discusión, uno de los temas que más controversia genera es el rol de las entidades promotoras de salud (EPS). Evaluar si funcionan correctamente sería un atrevimiento de mi parte, ya que estoy lejos de ser experta en la materia, pero como colombiana, beneficiaria del sistema de salud, me siento satisfecha con su servicio. Sin embargo, todo es susceptible de mejorar, y debatir si las EPS hacen su labor correctamente es sano. Lo que no tiene ningún sentido es satanizarlas porque sean empresas privadas. Cuando la ideología controla el debate, peligra el bienestar de los ciudadanos.
El Estado debe garantizar la prestación de los servicios que satisfacen los derechos fundamentales de los colombianos, y debe asegurar que su oferta sea de buena calidad, independientemente de que los prestadores sean públicos o privados. El sector educativo colombiano en sus tres niveles (primera infancia, básica y media, y superior) cuenta con instituciones de los dos tipos. El que mayor cobertura pública tiene es el intermedio, pero, aun así, más o menos el 20 % de los oferentes de ese nivel son privados. Lo interesante es que ideológicamente existe un estigma hacia las instituciones educativas de carácter privado que se vuelven sostenibles económicamente, como si el éxito de un emprendimiento educativo fuera un pecado. Y lo que más llama la atención es que muchas veces son los mismos privados quienes condenan a sus competidores exitosos. El estigma llega a tal grado que, por ejemplo, en el sistema de educación superior, la ley, al no permitir los prestadores privados con lucro, promueve que las instituciones se inventen todo tipo de maromas para poder distribuir dividendos, con el agravante de que además no pagan los impuestos correspondientes a esas ganancias, pues por esa perversa restricción, en teoría, no pueden ser rentables.
En un sistema económico sano, lo público y lo privado deben coexistir, puesto que ambos se benefician de esa convivencia. Los servicios que garantizan derechos fundamentales no deben ser la excepción. Los privados que sobreviven lo logran porque complementan la atención por escasez o por buena calidad, lo que los hace coequiperos. En el sector de la educación, en la medida en que la oferta pública crece, los privados deben competir y eso los lleva a invertir e innovar. Esto favorece no solo a quienes eligen voluntariamente pagar, sino a todo el sistema, puesto que los frutos de esas innovaciones se transfieren a lo público, sea por el personal que rota de un lado al otro o por el intercambio de conocimiento que es común en el sector. Al final, lo que se busca es garantizar el mejor servicio posible a niños y jóvenes del país, con instituciones públicas y privadas que hacen parte de un ecosistema que las obliga a mejorar continuamente.
Ojalá la ideología no nos lleve a tomar decisiones que perjudiquen la calidad de los servicios que garanticen a los colombianos sus derechos fundamentales. Ojalá también los prestadores públicos y privados dejen de avergonzarse por ser sostenibles y rentables, pues cuanto más eficientes sean, mejor calidad ofrecerán, y todos los colombianos se verán beneficiados.