Hamás, el grupo que controla a los palestinos de la Franja de Gaza desde hace un par de décadas, hace pocos días sorprendió al mundo al cometer un atroz atentado en contra de las comunidades que habitan cerca de la frontera entre Israel y Gaza. Arremetieron contra miles de ciudadanos inocentes, entre quienes se encontraban israelíes y extranjeros de todos los géneros y edades. No solo asesinó a más de mil personas a sangre fría, sino que también secuestró a varios civiles cuyo paradero hasta el momento se desconoce. Un acto terrorista injustificable que, como lo hemos podido observar, tendrá consecuencias irreparables, pues la respuesta del Gobierno de Israel no se hizo esperar y ha sido contundente. Después de este terrible incidente, no hay duda de que se establecerá una nueva forma de relacionamiento entre los Estados de Medio Oriente y seguramente no será cordial.
La situación geopolítica de la zona es complejísima, por lo que tomar partido es irresponsable. Solo son justificables las pasiones de aquellos que viven y sufren directamente las consecuencias de un conflicto de décadas. Estremecidos quedamos todos con las escenas y los testimonios de los ciudadanos que fueron violentados por Hamás en Israel, pero también cuando el Gobierno israelí ordenó bombardear edificios completos, llenos de civiles, en Gaza. Duele mucho que civiles inocentes, sin importar de su edad, su grupo étnico, su religión o su nacionalidad, tengan que sufrir semejantes atrocidades.
Como muchas otras, esta crisis la propician principalmente líderes que no han logrado garantizar ni la vida ni la seguridad de sus pueblos, pues en eso tanto palestinos como israelíes han perdido y siguen perdiendo. Hamás —líder autoritario y radical islámico de los palestinos de Gaza— y el actual Gobierno de derecha israelí —apoyado por minorías ortodoxas y extremas— lo único que están logrando es escalar la situación a costa de la muerte de personas inocentes. Sin embargo, lo que más sorprende es la incapacidad de la comunidad internacional para mediar, ayudar y reaccionar. Por el contrario, algunos países ajenos a esta crisis la han utilizado para satisfacer sus propios intereses políticos y económicos, mientras el resto simplemente observa.
Da miedo pensar que en el mundo de hoy, cuando las acciones se conocen al instante, lo único que ha cambiado es lo rápido que viaja la información. La estructura de naciones sigue absolutamente fragmentada y lo que no nos toca directamente simplemente nos estremece. Los gobiernos “no involucrados” se apresuran a condenar y a repudiar, pero no existe una instancia, ni una organización, ni el liderazgo de uno o varios países que logre contribuir efectivamente a remediar situaciones como las que se viven hoy en esa franja del mundo. A no ser que la crisis escale y empiece a incomodar a los vecinos o afecte la seguridad o los intereses económicos de otros, el conflicto seguirá siendo parte del paisaje, así como se convirtió la guerra entre Rusia y Ucrania, de la cual ya casi ni se habla.
Desafortunadamente solo sintiendo estupor y estremecimiento, tomando partido y haciendo declaraciones irresponsables que azuzan odios y rencores, no contribuye para nada a evitar más muertes de civiles inocentes. Estos conflictos demuestran, una y otra vez, que el orden internacional establecido después de la Segunda Guerra Mundial ya no funciona.