Animar la capa invisible de la vida. Tartamudear hasta alcanzar la palabra. Hablar. Avivar la piel adormecida por el peso de otros cuerpos, estirarse hasta la infinitud.
Domar la mente, las vísceras de distintos mundos, subyugarlos hasta engendrar uno propio. Concebir ideas, rostros, cuerpos: sustanciarlos.
Respirar profundamente. Fracasar mejor. Sonsacar las vidas ajenas y convertirlas en letras, en palabras que girarán como planetas en el pensamiento de otras mentes.
Descubrir nuevas ciudades. Asombrarse. Hacer del asombro olor.
No tratar de ser feliz porque ser feliz es estar satisfecho con lo que te ha tocado: sentirse a gusto, como el hilo que se inserta en la aguja sin otra pretensión que unir la tela, sin contrariedades que incomoden o lastimen. No estar satisfecha porque lo que te ha tocado, como a todo el mundo, es parvo.
Le recomendamos: La Línea Negra un hilo infinito
Callar.
No querer ser Dios. Ser todas las cosas. Saber que en todas las cosas hay un dios que palpita. Ser libro, reloj, corcho de botella, descubrir el espíritu de las cosas vertiéndome en ellas.
No querer ser Dios. Ser todo el mundo para que nadie pueda acusarme de ser yo. Para no tener que responder por mi propio carácter ni mi filosofía. Ser boxeadora, rufián de poca monta, minero de socavón, albacea. Descubrir las ánimas de las personas entrometiéndome en ellas.
Podría interesarle: Los códigos sicilianos en “El padrino”
Dylan Thomas lloró una vez por la pérdida de las riquezas que un hombre albergaba en su cabeza. Lo leeré de nuevo y seguiré oyendo el llanto, como si el poeta no fuera un cadáver, como si siguiera entre nosotros, con el espíritu vital en el papel y con la carne palpitante en mi carne.
Y está bien: si necesito a alguien que me dé un par de bofetadas para reanimarme no será alguien más. Seré yo misma.