Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

La prosa insomne

Isabella Portilla

12 de mayo de 2022 - 03:58 p. m.

Él, incomprendido, el solitario. El intocable. El del insomnio impío. José Antonio Ramos descendía del Mariscal Sucre, “El gran mariscal de Ayacucho”. De niño fue sometido gracias a su tío sacerdote a una rígida educación. De esos días diría que pasaba semanas enteras sin salir a la calle y que durante largas horas lloraba y reía al tiempo. Gracias a su abolengo, el cumanés se dedicó desde muy joven a los asuntos consulares. Se hizo profesor de latín y griego y más adelante se convirtió en traductor en la cancillería de Bruselas, en donde era cónsul de su país. Hasta allá tuvo que ir a abandonar el trópico, sus pesadillas, a los espectros que eran lobos aullantes en las noches que cubrían los desiertos de nieve. “Yo sentía las trabas y los herrojos de una vida impedida. El fantasma de una mujer, imagen de la amargura, me seguía con sus pasos infalibles de sonámbula…” Se fue a Ginebra, a la ciudad neutral, la de la apatía, la que todo lo cura. Allí no volvió a tener pesadillas porque simplemente no pudo dormir más. Estaba muerto. Cada poema era un suicidio: así escribía. Vivió atribulado por la dictadura gomecista y por el incontrolable desconsuelo de su desvelo. Sus abstracciones, sus visiones y su angustia inteligente lo sumían en un ataúd. Lo confundían con un zombie de paño, bien acicalado y preparado para reunirse con el embajador. Sus fantasmas no desaparecieron; se quedaron, posaron y habitaron en él. Lo destruyeron poco a poco: no lo dejaron dormir y así, insomne, aletargado, pasó varios, muchos días. Poeta innovador. Fue uno de los primeros venezolanos en cultivar el poema en prosa. En Las formas del fuego y El cielo de esmalte enuncia el dolor producido por su esfuerzo mental. Se queja de su nativo tercermundismo, de su estética y de la pobreza retórica. Su genio, su razón, su estado en el mundo cada vez más —con las horas que pasaron entre reloj y reloj— perdieron peso. Su vida misma fue una oda poética del mal: “Yo quisiera estar entre vacías tinieblas porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos”, confesaría en Preludio. En 1930, los médicos del Instituto Tropical de Hamburgo le comunicaron que la amibiasis estaba ocho años atrás carcomiéndoselo. El abatimiento, los síntomas del hastío, los afanes del adiós se apoderaron de él. Gótico, ominoso, siniestro. El diplomático venezolano en tierras frías se congeló. Temió perder la razón. Y un día de viento crudo, en un trato con las sombras, presagiando una noche lánguida, se bebió a los 40 años la muerte en un tarro de Veronal.

Read more!
PUBLICIDAD
Conoce más
Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.