Costas extrañas

Contra la lectura rápida

J. D. Torres Duarte
22 de junio de 2022 - 05:02 a. m.

La lectura rápida es otro apéndice —reluciente, insustancial, casi detestable, sobre todo pusilánime— del frenesí capitalista.

La lectura rápida es celebrada y promovida entre los booktubers y los coaches espirituales como el método fácil, barato y ligero para hacerse sabio: un atajo hacia el lustre neuronal. Consiste en tomar un libro (la elección del tema o del género es marginal, aunque es preferible que su contenido sea aplicable a corto plazo, no en el desciframiento libre del mundo, sino en la estrecha agenda de aspiraciones del trabajo: expresar es exprimir) y engullirlo de tapa a tapa en el menor tiempo posible con el mayor índice de aprovechamiento.

Confía en tres técnicas: calcular el número de palabras por página y el número de palabras leídas por minuto para proyectar una rigurosa y ambiciosa meta diaria; evitar volver sobre las páginas leídas, y reducir el espectro de visión (esos tendidos de palabras son un obstáculo para el progreso veloz hacia el conocimiento porque el ojo corre el riesgo de estacionarse en ellas, de dudar; el lector rápido se entrena para conseguir una visión cercana a la ceguera) bajando en cascada por el centro de la página o deslizándose en zigzag sin tener en cuenta ni las primeras ni las últimas palabras de cada línea (el cerebro, afirman, estimará las palabras ausentes: poco importa si son otras). Buena parte del método para leer rápido consiste en no leer.

En ocasiones, puesto que los libros tienen el hábito impertinente de contener ideas e imágenes, habrá que detenerse (no mucho, no mucho) y cavilar (no tanto, no tanto) sobre el asunto central o, como apunta cierto instituto de lectura rápida, sobre la intensión de su autor. Por tanto correr y por tanto ir contra el viento, en la lectura rápida la intención se convierte en intensidad y las ces, en eses (y a mayor velocidad, en heces).

Como la intensión última es aumentar el número de palabras leídas por minuto, es indispensable una concentración de eremita, que se alcanza, como aconsejan los coaches, con un fondo de música clásica: porque Bach compuso sus piezas para laúd para el deleite de ataúd de los lectores rápidos.

Por su método de fábrica, por sus anhelos pacatos, por su preferencia por la cantidad sobre el contenido (entre los booktubers la suma anual o mensual de libros equivale a una ob-se-sión: obsesión), la lectura rápida es una rama del consumo masivo y desmesurado. No busca el deleite, sino el engordamiento; no avanza en pos del detalle, sino del resumen; no siembra, sino que consume; no anhela la contemplación, sino el barrido, como mirando el paisaje contiguo, nauseabundo, informe, de pinceladas de fuga, desde una flota.

Agarrada del centro de la página, la lectura rápida no tolera rumiar en la periferia: guía al ojo con su látigo de tiempo por los pastos que bien o mal proveerán a plenitud sus cuatro estómagos. No soporta la idea de asolearse en una oración durante varios minutos; soporta peor la idea de flexionar las junturas del cerebro por fuera de la página, en los meandros de la imaginación, en las conexiones sin aparente conexión, en la etimología y en la alusión; sufre de calambres de corazón cuando se proyecta el examen de detalles. Para la lectura rápida, el camino es siempre recto, parejo de superficie y de follaje doméstico.

Su defecto de defectos es suponer que todos los libros son reducibles a un puñado de ideas, que toda materia literaria es reducible a una secuencia de eventos. Las palabras, con sus evocaciones y sus registros y sus temblores internos, son a lo sumo arandelas en un cuerpo que la lectura rápida aspira a dentellear hasta los huesos (y ya se sabe que los huesos son o carne de bóveda o candidatos a ceniza). La lectura rápida nunca se permite pensar que los libros contienen metáforas y alegorías, y que las metáforas y las alegorías están concebidas como gatillos de la imaginación para superar los márgenes del libro, inaugurar conversaciones duraderas e inestables con el autor, ensanchar la interpretación, escuchar en el tambor del oído voces remotas y opacas que se van haciendo próximas y claras. Reducir, purificar, aglutinar, diluir: la lectura rápida imagina los libros como terroncitos de azúcar.

En la lectura rápida, que en los casos más honrosos es una cosecha de impresiones vagas y enjutas que ruegan por un refuerzo, las palabras de un autor nunca se incrustan en su lector: esas filas de hormigas laboriosas que son las líneas de un párrafo no tienen el tiempo para pisar los terrenos del corazón y la memoria, donde entonces empiezan su proceso, largo como una vida, con frecuencia insondable en sus mecanismos, de metamorfosis y nomadismo.

Se podría alegar que la lectura rápida es eficaz cuando se trata de recabar información, de recuperar la pulpa fáctica de un libro. Creo que es una idea errónea, porque, como una novela o un poema, los libros informativos (un libro, digamos, de Henri Pirenne sobre las relaciones mercantiles en la Edad Media, o de Foucault sobre la locura, o de Carl Langebaek sobre la vida prehispánica) también animan un ejército de lecturas y evocan un conocimiento y una imaginería que los supera (en ocasiones, como Chateaubriand o Reyes, grandes memorialistas, su solo estilo basta para una lectura de lenta ebullición).

Cabe la sospecha de que un libro que se agota en una lectura rápida no es, después de todo, un buen libro, puesto que los buenos libros fuerzan a la relectura: tras leer su última página, sobrevuela la impresión de que entre sus pliegues todavía dormitan patrimonios escondidos.

Pero la lectura rápida aborrece la relectura (recuérdese la técnica: no volver sobre las páginas leídas). La lectura rápida prohíbe incluso la sensación de que se leyó un libro grande y magnífico y bello, de modo que nunca se vuelva a él (porque hay que pasar sin demora al siguiente libro, al siguiente escalón). Releer significa reavivar y abrir debates, descubrir paradojas, asomarse a interpretaciones inexploradas, escrutar las genealogías de las palabras, oír sus rimas argumentales. Ocurre incluso que la relectura revela un libro más amplio: porque un buen libro, contrario a la prédica de la lectura rápida, es numerosos libros. Leer Ulises es leer a Shakespeare y a Diderot y a una porción generosa de la tradición occidental. Leer a Beckett es leer la Divina comedia y a Racine. Leer a Milton es leer la Biblia.

Por eso apostaría por leer, en vez de cincuenta o cien libros al año, uno. Uno escogido con destreza. O dos, si tanto gruñe el hambre.

La lectura lenta, vagabunda y meditativa (Benjamin McEvoy la llama bíblica o escritural: versículo tras versículo) empuja al lector por terceras vías en donde él se convierte en autor del libro, en donde él escribe su libro íntimo entre líneas. En la búsqueda de lealtades y desvíos el libro se hace ancho y menos ajeno. Ese acto de creación y de traducción se enfrenta al cronómetro y a las metas mensuales y supone la aplicación de la imaginación, la curiosidad y cierta forma del coraje, facultades todas difíciles e incompatibles con el afán de desempeño de la lectura rápida, que aspira al consumo voraz, manso y menso: para ella, la digestión es una pérdida de energía.

CODA

Para escuchar (ojalá no como fondo de lectura rápida de esta columna): la Suite en sol menor de Bach, interpretada en el laúd por Evangelina Mascardi.

CODA 2

Se llama urna porque encierra cenizas.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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