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Elizabeth Bishop no fue una poeta prolífica. Entre 1946, cuando apareció North and South, y 1979, cuando murió, publicó cuatro poemarios, menos de cien poemas. Pero a la literatura, a la hora de ejecutar sus cuentas caprichosas, le importa poco la cantidad. Su tropa exigua de versos bastó para que, cuarenta y un años después de su muerte, todos recuerden su nombre. O bueno: quienes hablan de poesía. Es decir: pocos.
Bishop nació en Estados Unidos y murió en Estados Unidos. Su padre murió en su infancia y su madre, en su adolescencia; su poesía acusa alguna inclinación por el duelo: su poema más popular, One Art, es un elogio de la pérdida. En 1951 desembarcó en Brasil para una visita de quince días: se quedó quince años. Tradujo a Carlos Drummond de Andrade, João Cabral de Melo Neto, Vinicius de Moraes. Entre tanto, vivió entre Petrópolis y Río de Janeiro con su pareja, Lola de Macedo Soares. Años después, Macedo se suicidó y Bishop volvió a Estados Unidos. En sus años brasileños publicó A Cold Spring y Questions of Travel. Poco antes de su muerte salió su último libro, Geography III.
Un crítico anónimo arguyó hace unos años que Bishop era una observadora magistral que, pese a su talento, rehuía el encuentro de un “significado más grande”. Si veía un pez (como en The Fish), no veía el agua, decía. La acusación, pese a arrastrar alguna razón, es sobre todo injusta: en Bishop, el “significado más grande” ocurre justamente en, y gracias a, sus observaciones. Quisiera leer dos poemas de Questions of Travel, Arrival at Santos y The Burglar of Babylon, para probarlo.
El primer poema abre la sección titulada Brasil; el segundo la cierra. La sección está compuesta por once poemas, todos de tema brasileño, como una suerte de progresión, de modo que, aunque separados, los once poemas son uno solo.
Arrival at Santos (Llegada a Santos) describe el momento en que Bishop desembarca en Brasil. El poema abre así (estas versiones en español son mías y aquí hay un fragmento de la que publicó Vaso Roto en su edición del trabajo de Bishop):
Aquí hay una costa; aquí hay un puerto;
aquí, tras una dieta escasa de horizonte, hay algún paisaje:
montañas de formas torpes y (¿quién sabe?) autocompasivas,
tristes y severas bajo su verdor insignificante,
con una pequeña iglesia en una de sus cimas. Y bodegas,
algunas de ellas pintadas de un débil rosado, o azul,
y algunas palmas altas, vacilantes [...].
El tono es descriptivo (la descripción es el primer utensilio del observador) pero no sólo eso: Bishop está develando a la vez su posición ante el mundo, su desencanto. Ve bodegas deslucidas, algunas montañas frívolas: nada sustancial. Por eso sigue:
[...] Ay, turista,
¿es así como este país responderá
a tus exigencias inmodestas por un mundo diferente
y por una mejor vida, y una completa comprensión
de los dos al fin, y de modo inmediato,
tras dieciocho días en suspensión?
Bishop ha viajado, entonces, en busca de una respuesta. No la encuentra; se decepciona; el puerto y el paisaje aparecen desagraciados. Pero, en ese caso, ¿está hablando del mundo que observa o de sí misma? ¿Esas bodegas están en verdad pintadas con colores débiles, o ella las ve débiles porque en su interior está debilitada? ¿Ella está hablando del puerto de Santos o el puerto de Santos está hablando de ella?
De otro lado, ¿no es ese sustantivo turista, aplicado a sí misma, como un latigazo íntimo? ¿No se está mofando de sus pretensiones astronómicas?
El poema continúa con una descripción de su descenso del barco, del hecho de que ignoraba que el país tuviera una bandera, de cómo espera que los oficiales de aduanas hablen inglés, de cómo espera que le permitan conservar su bourbon y sus cigarrillos (o su vida extranjera, dicho de otro modo). La llegada al puerto es, sobre todo, un asunto de desorientación.
Si bien el procedimiento es una descripción, no podría decirse que es un pozo seco, infértil, inocente: Bishop está dando forma (rozándolas o sugiriéndolas, como suele ocurrir) a sus tristezas atávicas, que le prohíben mirar el horizonte con exactitud (en el poema siguiente, Brasil, 1° de enero de 1502, ese mismo verdor soporífero se convierte en frondoso y bello, después de que la tristeza ha dado paso al asombro). Y Bishop está dando forma también a su ignorancia, a su pérdida de soporte y guía, a la desafortunada avería de sus brújulas.
Sus primeras impresiones injustas, acaballadas sobre el descontento, comienzan a desvanecerse en los siguientes poemas. En Questions of Travel (Cuestiones de viaje) dice, al preguntarse sobre por qué se viaja:
¿Qué es esta niñería por la que, mientras exista un respiro de vida
en nuestros cuerpos, estamos determinados a apurarnos
a ver el sol desde el otro extremo?
Pero pronto se desdice porque, afirma, se habría perdido de mucho de no haber viajado:
Nunca habría estudiado historia en
la débil caligrafía de las jaulas de los pájaros cantores.
Bishop está ya en deuda con el mundo al que ha llegado: el mismo mundo cuyo puerto estaba colmado de bodegas y montañas llanas, ahora la ilumina (los árboles, dice, son “exagerados en su belleza”). Ha transitado entonces de la descripción en Arrival at Santos a la exploración del territorio en Questions of Travel, que es, por supuesto, una exploración de sí misma y de sus ansias de movimiento.
Así, de verso en verso y de estrofa en estrofa, Bishop llega a The Burglar of Babylon (El ladrón de Babilonia). Es un poema de cuarenta y siete cuartetas, cuyos segundos versos riman con los cuartos (Bishop, por cierto, siempre acudía a una rigurosa métrica; incluso cuando no es rigurosa, es una métrica con ligeros cambios). Cuenta la historia de Micuçú, un asesino y un ladrón de las favelas de Río. Es un poema dramático y narrativo.
El utensilio literario sigue siendo la descripción, que, además de exploratoria, es sagaz, recursiva, iluminadora. Esto dicen dos de las primeras estrofas:
Sobre las colinas un millón de personas,
un millón de gorriones, anidan,
como una migración confusa
que debió aterrizar y descansar,
armando sus nidos, o sus casas,
a partir de nada, o de aire.
Pensarías que un soplo las acaba:
se posan allí tan ligeras.
Comparar con gorriones a quienes llegan a las colinas, a las favelas, tiene grandes resonancias: son personas en fuga que cuando deben asentarse construyen sus casas con nada o con aire (out of nothing at all, or air, dice el original). ¿Qué hace esa conjunción o en ese lugar? Es muy diciente: de nada o de aire, el aire está opuesto a la nada, como si la pobreza fuera tan absoluta que el aire se convierte en un objeto con peso, suficiente para construir una casa.
Y todo eso brota de una simple descripción, de una observación.
Sin embargo, Bishop, para este momento, ya está compenetrada con el medio que la rodea (por eso hablo de una progresión o incluso de un ascenso: transita de la ignorancia inicial a la abundancia de luz) y puede hacer algo más que observar y describir. Recrea, por ejemplo, la voz de Micuçú con un cierto tono solemne. Cuando los soldados irrumpen en la favela para perseguirlo y capturarlo, él dice a su tía:
Noventa años me dieron.
¿Quién quiere vivir tanto?
Me asentaré por noventa horas
en las colinas de Babilonia.
No le digas a nadie que me viste.
Correré tanto como pueda.
Fuiste buena conmigo y te amo,
pero soy un hombre condenado.
El ladrón prefiere estar noventa horas en Babilonia, con la posibilidad de ser asesinado en su fuga, antes que vivir noventa años en una prisión: antes la muerte (y la muerte en un lugar desgraciado, qué carajo importa) que el encierro. Los soldados que lo persiguen están nerviosos (ya ha herido a varios policías y es hábil en la fuga) e incluso uno de ellos le dispara a un comandante y lo mata.
Pero ¿qué caos es este? Un asesino que se prefiere muerto que en la cárcel; un ejército que teme a quienes debe capturar, aún con armas en mano; un soldado tan torpe que dispara tres veces contra quien no debe disparar. Y mientras el comandante muere, Micuçú está mirando un faro en el mar, en su guarida entre el pasto y los árboles, en absoluta calma. ¿No son esas las observaciones de alguien que ya se ha familiarizado con uno de los rasgos de Latinoamérica: la ironía hiriente pero risible?
Tras la muerte de Micuçú, cuando el poema, en teoría, debería terminar, la voz de su tía, dueña de una tienda y su protectora, continúa. Ella dice:
Siempre hemos sido respetados.
Mi tienda es honesta y limpia.
Lo amé, pero desde bebé
Micuçú fue malo.
Siempre hemos sido respetados.
Su hermana tiene un trabajo.
Ambos le dimos dinero.
¿Por qué tuvo que robar?
Lo crié para que fuera honesto,
incluso aquí, en el suburbio de Babilonia.
Bishop descubre (a partir de, repito, la mera observación que aquel crítico desdeñaba como superficial) que el drama no se agota cuando el ladrón muere, cuando en apariencia los soldados imparten justicia, sino que persiste (o incluso apenas empieza, porque resuena) con las víctimas, con la tía abandonada e impotente. Además, el drama se repite: unas estrofas después, los soldados están de nuevo en el arrabal de Babilonia en busca de otro par de asesinos y ladrones, en cumplimiento riguroso de la letanía de la hidra, que no es exclusiva de las favelas violentas de Río de Janeiro: cuando una cabeza muere, otras dos nacen.
