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Dos versos de Drummond de Andrade

J. D. Torres Duarte

30 de noviembre de 2021 - 11:59 p. m.

Leí un poema de Carlos Drummond de Andrade, Muerte en el avión, que todavía me inquieta. Sobre todo dos de sus versos.

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Muerte en el avión son los apuntes armónicos (quizás la biografía rutinaria) de un hombre que va a morir, o piensa que va a morir, desde el momento en que despierta hasta que aborda un avión. No obedece a ninguna métrica, pero sí a una progresión por estrofas, que cierran a menudo con una alusión a la muerte. La traducción del portugués que cito aquí es de Ricardo Vélez y apareció en la revista Acuarimántima en julio de 1975.

Es un verso bastante flexible, como la caída de un avión, o como los paroxismos y penas de un día de oficina, que tiene momentos como este: “Es mi último día: un día / no cortado por ningún presentimiento”. Como este: “La muerte disimula / su aliento y su táctica”. O como este, ya en el avión: “Somos uno en veinte, ramillete / de robustos alientos prontos a esfumarse”. O como este otro, ya en el aire: “Soy un cuerpo volante y conservo bolsillos, relojes, uñas, / ligado a la tierra por la memoria y por la costumbre de los músculos, / carne que en breve estará explotando”.

Con esos versos, Drummond de Andrade (1902 -1987) se justifica como el poeta popular del Brasil, que tiene tantos otros tan buenos: Lêdo Ivo, Geraldino Brasil, Chico Buarque. O incluso Antonio Carlos Jobim, que para componer poesía, en lugar de palabras en papel, conjuga notas en pentagrama.

Pero son otros dos versos los que todavía me inquietan. Esos versos, en la tercera estrofa, declaran: “Estoy limpio, claro, nítido, veraniego. / No obstante camino para la muerte”.

Como la buena literatura cuando es deformada por la imaginación, algo en ellos suena impropio, torcido, adulterado, ansioso de desvío. ¿Qué?

En el primer verso el hombre dice que está limpio. Hace un momento se levantó y seguro se duchó. Además, sus miedos lo imaginaban ensangrentado, pero se escrutó y no vio trazas de sangre. En efecto, está limpio: el adjetivo no convoca más que una buena higiene del cuerpo.

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Luego afirma (es una solemne afirmación: léase en voz alta) que está claro. Una cosa es ser claro; otra, estarlo: que la claridad altere el estado físico de un objeto. Aquí comienza a oler a extrañeza. ¿Cómo puede estar claro? Quizás su entendimiento y su inteligencia están libres de lodo: lee el mundo con luces diáfanas. Tiene el ojo desbastado y el oído sin maleza, y es un hombre sin brumas. Puede entonces afirmar que está en pie: que, a pesar de los pasos espesos, insiste en extenderse hacia el cielo.

Comprendido. O más o menos. ¿Se trata de comprender o de sentir: de estimular la región donde la razón trafica con oscuros nervios?

Ahora, ¿qué es estar nítido? El olor a extrañeza aquí se desborda. ¿Cómo, antes que nada, se puede estar borroso? Borroso: como con los bordes domesticados, como cosido en niebla. Drummond de Andrade le da al hombre del poema una cualidad que pertenece, en la convención, al sonido: un sonido nítido es aquel cuyos brillos y opacidades se pueden entender sin obstrucciones. En esa impropiedad del adjetivo, el verso empieza a aletear: no se trata ahora de un hombre, sino de una música.

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De repente se puede contemplar a un hombre cuyos ángulos están bien disciplinados por la luz, cuya vibración es perceptible en el pentagrama del aire: un hombre con bordes, con sus límites de empalizada, medible en su porción de tiempo entre el cielo y el suelo.

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Entonces el hombre declara que está veraniego (estival en su versión portuguesa) y el verso parece alienígena. Un hombre puede estar gozoso o incluso, para estirarlo, feliz. ¿Veraniego? Es un adjetivo fascinante. No bastó con que fuera música: ahora replica el estado del día, del clima, del sol, que promulga el verano. El hombre que se levantó y se vistió en la primera estrofa se convierte en la tercera en una entidad astral. El hombre tiene el verano apiñado en el pecho. Anda como un semidiós de las temporadas: tronco de hombre, cabeza de sol.

Los adjetivos fueron seleccionados para componer un ascenso lírico: arranca en lo más vulgar (limpio, que habla de un aspecto físico), despega hacia la impropiedad (claro y nítido) y se introduce en los dominios de lo extraño, casi fantástico (veraniego). Su belleza está, creo, en considerar que un hombre puede ser más que un hombre, retazo de carne de cartón: puede ser una melodía de hueso o una larga hilacha de sol.

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El ascenso, sin embargo, se troncha. El siguiente verso (“No obstante camino para la muerte”) viene a pisarle las alas al pájaro. Lo derriba de su cielo portátil con un golpe de honda: ven para acá, música, verano, bestia de corbata, que tus pies deben estar amarrados a la tierra.

Dos versos de largo mide el camino entre el gozo y el drama.

CODA

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