Compañía (1980) es un relato de vejez de Samuel Beckett en el que varias voces hablan en soledad y en descomposición. Digo voces y no cuerpos porque de ellos parecen quedar apenas piltrafas de luz: se han reducido (¿o elevado?) a sonidos tenues y monótonos, cada vez más tenues y más monótonos, en la oscuridad. Como oraciones acompasadas en espera de la muerte.
En Compañía una voz habla sobre un hombre a quien habla una voz en la oscuridad. Lo hace en párrafos rigurosos: como si el párrafo fuera un metrónomo. Lo hace para hacerse compañía en su oscuridad, que puede ser la misma del hombre a quien habla una voz en la oscuridad. En ocasiones, en ese conjunto de espejos sobrepuestos, las voces se confunden y no se sabe a quién pertenece la voz que habla. Pero en ocasiones se dejan distinguir. Una es la voz de quien inventa al hombre (el figment, la invención) postrado en la oscuridad; otra es la que se dirige al hombre en la oscuridad y le cuenta sus recuerdos.
La primera debate los movimientos más convenientes para el hombre en la oscuridad. ¿Debe permanecer sobre su espalda o gatear en cuatro? (La observación de la quietud cruza la literatura de Beckett desde Murphy, su primera novela, pasando por Molloy y Malone muere, hasta Stirrings Stills, su último relato). Esa voz inventa un lugar con ciertas dimensiones y formas, que también debate. Para la voz que habla al hombre y para el hombre, inventa unos nombres cortísimos, que luego descarta. Es la voz de un creador que ajusta los atributos de su pequeña invención para hacerse compañía. Pero esa voz tiene un límite: su propia exploración, la de la voz que crea al hombre al que habla una voz en la oscuridad. Sin embargo, alcanza a decir esto sobre sus contorsiones de fabulador (las traducciones, de la versión en inglés, son mías): “Sin embargo otro. De quien nada. Armando invenciones para atemperar su nada”.
El acto incesante del creador: domesticar la lanuda nada.
Como se lee, en Compañía una voz deriva de otra voz que deriva de otra voz que deriva de otra voz. Y así hasta el infinito en la duda de a quién pertenece la voz que atenúa lo oscuro. Beckett, que en El innombrable casi elimina el yo del narrador despojándolo de su carácter más tradicional, parece sostener aquí que una voz es todas las voces.
La segunda voz, que habla al hombre en la oscuridad, le cuenta sus recuerdos. Recuerda: recompone la cuerda. Entonces resulta que aquí, pese a las malas horas, hubo un cuerpo que en su niñez agarró la mano de una madre molesta, que en su madurez se sentó de espaldas a la marea del ocaso escuchando la deriva del agua, que en su vejez caminó cientos de kilómetros sobre una tierra sin sol con la sombra de su padre muerto al hombro en busca de consuelo en el cálculo diario de sus pasos.
“Eres un viejo renqueando sobre un angosto camino de campo. Has estado fuera desde el primer sol y ahora es de noche. Único sonido en el silencio tus pasos. Más bien los únicos sonidos pues el primero difiere del siguiente. Escuchas cada uno y lo añades en tu cabeza a la suma creciente de aquellos que lo precedieron. Te detienes con cabeza gacha al borde de la zanja y conviertes a metros. A razón ahora de dos pasos por metro. Tantísimos desde el amanecer para añadir a los de ayer. A los del año pasado. A los de los años pasados. Días distintos de hoy y tan parecidos. El enorme total en metros. En kilómetros. Cuántas vueltas a la tierra. Detenida también tras tus codos durante estos cálculos la sombra de tu padre. En sus viejas piltrafas de errante. Al fin lado a lado hacia delante de nuevo desde la nada”.
Mientras se descompone, el hombre recuerda. Por un lado, se hace polvo; por otro, se restituye, aunque sea con harapos de memoria. ¿Por qué no más bien acabar con todo? La respuesta está aquí y en Worstward Ho, otro relato de vejez de Beckett: porque, aunque no encontrará ni gozo ni comodidad, sin importar el tamaño de su empeño de perseguidor, la voz no tiene otra opción que vagar en su búsqueda, una vez y de nuevo, en una forma y en otra, en el largo juego consolatorio de las invenciones. La frase célebre de Worstward Ho (“Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better”: “Traté. Fallé. No importa. Intento de nuevo. Fallo de nuevo. Fallo mejor”), que resuena en Compañía, no parece entonces ese llamado de autosuperación que tanto se le adjudica, sino la admisión austera de un coraje sin esperanza que no espera ser correspondido por la prosperidad a pesar de sus mil tentativas: nací perdido, juego, no puedo continuar, je continue.
Y ésa es la belleza paradójica (la belleza se presenta con frecuencia en forma de paradoja: vean Breaking Bad) de Compañía. Aunque es una voz en descomposición (que se descompone en otras y también que se desarma) y aunque el destino del hombre en la oscuridad es la soledad, la escritura se resiste a esa descomposición y a esa soledad con una magnífica riqueza verbal. A ese destino irrevocable responde con una lengua dúctil y llena de gracia. Parece decir, como en el cuarto texto de las Fizzles (una recopilación de textos cortos de 1977), que quizás ese hombre muera y se haga pulpa de féretro, pero esa voz se conservará.
Resulta fascinante que eso ocurra porque, como se lee en el extracto de más atrás, la voz suena esquelética, enjuta, críptica e incluso tronchada por su aversión a las comas. Pero Beckett crea una lengua en realidad abundante, pródiga, colorida, expansiva, musical. Es la demostración artística de una búsqueda que se nombra en el cierre de El innombrable, treinta años antes: cómo moverse sin poder moverse. Un amago de respuesta destella aquí: amaestrando la armonía de las palabras, muletas de oro desconchado para quien tantea en lo oscuro.
CODA
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