Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ser tonto tiene sus ventajas. El entorno asume que un tonto carece del talento para dilucidar el álgebra del mundo y para actuar sobre el destino general, de modo que los banqueros, los entrenadores espirituales, los economistas y los vendedores de lotería lo dejan en paz, y el tonto, residuo tolerable de las generaciones, puede pasar desapercibido y seguirse comiendo su pan de aserrín. Pero la literatura muestra que el tonto, desde su guarida bajo tierra y detrás del tiempo, impone una visión que pone en situación de ambivalencia a las cosas de la tierra y el cielo, incluyendo a los banqueros, los entrenadores espirituales, los economistas y los vendedores de lotería. Al tonto lo dejan solo y se adueña del mundo.
El fool del Rey Lear (c. 1606), por ejemplo: el bufón del palacio se atreve a burlarse una y otra vez del rey en su cara, inalterado por sus advertencias de furia. Cuando Lear, descartado por sus hijas, sin palacio ni corte, sale sin rumbo por los eriales de su reino en medio de una tormenta a maldecir sus vientres, el bufón lo acompaña (es el único que se lanza a acompañarlo: su burla tiene también trazas de lealtad y de amor) con una serie de acertijos poéticos que revelan no sólo las convulsiones de la mente del rey (Shakespeare se adelantó a Joyce en el stream of consciousness), sino su porvenir de locura. En este punto del drama, el bufón abandona su corto destino como hazmerreír de la corte para asumir su condición de mentalista y profeta. A medida que Lear, gobernador de la tierra y portavoz de la razón, pierde el juicio, el tonto se vuelve más razonable e iluminador sin renunciar a su vocación para el ridículo.
Para el tonto, no existe revelación sin ridículo: su filtro son la burla y la ilusión, pero también la ingenuidad. Un tonto desconoce las jerarquías y el orden del mundo porque desconoce la lógica que explica esas jerarquías y ese orden, o al menos no consigue hacerla comprensible, y en ese sentido sus posturas y sus vacilaciones interfieren en la mecánica normal de la vida. Un tonto, sin embargo, nunca actúa como si fuera consciente de su ruptura, como un subversivo con una misión. Sus descubrimientos pasan inadvertidos, más que subversiones son perversiones, y si toma consciencia de ellos su reacción es de retractación y recelo. El tonto carece de misión: en cambio, es ingenuo e ingenioso. Su visión equivale a la visión del primer humano. Para él, el mundo es todavía un campo por descubrir, volátil, espacioso y desportillado, donde él puede deambular, descomponiendo los objetos y las sensaciones, entre las intermitencias de las sombras y los desbordes de la luz.
En Viaje al fin de la noche (1932), de Louis-Ferdinand Céline, Bardamu persigue por diversión a una compañía de soldados que desfilan por la calle, y se ve de golpe convertido en soldado y enviado a la guerra. Pero Bardamu no entiende la guerra ni su premisa elemental de que un grupo de hombres con armas debe apuntar y disparar a otro grupo de hombres con armas: Bardamu es un tonto. En su primera incursión soldadesca, mientras se encuentra de pie junto a su coronel, un puñado de alemanes comienza a dispararles. Dice Bardamu: “Él, nuestro coronel, quizás sabía por qué esas dos personas nos disparaban, los alemanes quizás también sabían, pero yo, en verdad, no lo sabía. Por más que escarbaba en mi memoria, yo no les había hecho nada a los alemanes. [...] Yo los conocía un poco a los alemanes, incluso había ido a la escuela en su país, en mi niñez, en los alrededores de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de pequeños cretinos aulladores con los ojos pálidos y furtivos como los de los lobos; íbamos juntos a manosear a las muchachas después de la escuela en los bosques circundantes, y también disparábamos con la ballesta y la pistola que conseguíamos con cuatro marcos. [...] Pero de ahí a dispararnos ahora en la porra, sin siquiera venir a hacernos conversación primero y en la pura mitad del camino, había un trecho e incluso un abismo”.
Indignado y atónito, Bardamu toma un desvío, y en vez de responder al plomo alemán con vituperios y maldiciones se pregunta, casi como quien no está en el corazón de una balacera sino comentándola desde las márgenes al abrigo del peligro, por qué esos soldados alemanes le dispararían a él, que tan bien se la ha llevado con los alemanes. Es una cuestión que en principio no tiene ninguna relación con la guerra, puesto que una guerra se disputa por tensiones que superan la esfera personal, pero una vez Bardamu avanza en su discurso con su persuasión de tonto, esa definición abstracta y remota de la guerra agarra cierto aire de incongruencia y el lector descubre que, en efecto, esos soldados alemanes no tendrían por qué dispararle a él, que tan bien se la ha llevado con los alemanes. Es un procedimiento emocional: su corazón no está envenenado contra los alemanes, en su corazón no intervienen asuntos de estado. Su tontería, como la metáfora, resignifica la aparente unidad de las cosas. Bardamu deja en ridículo los fundamentos de la guerra y al mismo tiempo se consuela con alguna razón en la sinrazón que tanto agobia a su razón. El camino de la tontería lleva al palacio de la sabiduría.
El descubrimiento de Bardamu está dispuesto en los términos más elementales y en el tono más inocente: de hecho, un momento después de haberlo leído no suena a un descubrimiento, sino a un reencuentro. El tonto sabe restituir el brillo esencial. Consiguen dones iguales el Molloy y el Malone de Beckett, el Tristram Shandy de Sterne, el Jacques de Diderot, el Quijote de Cervantes (e incluso el de Pierre Menard). El Sheldon de The Big Bang Theory es tonto por un procedimiento opuesto al de la locura o el desmoronamiento: el de ser tan inteligente que los asuntos habituales del mundo pierden sentido y vuelven a sus formas más básicas. Dante, que asumió la posición de juez cósmico al distribuir la maldad y la bondad, también era un tonto cuando en mitad del camino de su vida, desorientado y sitiado, dio los primeros pasos hacia el conocimiento junto a Virgilio. En la antepuerta del infierno, al toparse con los tibios de corazón en una altura de tinieblas y truenos, Dante ve una bandera que se retuerce por los aires y escribe (la traducción es de Jorge Gimeno): “Y tras ella venía tal gentío / que yo nunca me habría imaginado / que la muerte pudiera matar tanto”. Que la muerte pudiera matar tanto: es obvio, pero tiene música y verdad, porque tanto mata la maldita muerte.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
