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Creo, en favor de la concisión y para aplazar la algarabía luminosa de la multitud, que la literatura tiene una sola tarea elemental, y que esa tarea no tiene nada que ver con la supresión del hambre y el racismo y la desigualdad, ni con la reivindicación del evangelio político o poético de turno, ni con la apología de las minorías y las mayorías y las igualerías. Nada de eso: la tarea de la literatura, egoísta, hedonista, solitaria, vasta, menuda, mudable, ambigua, extraterrestre, vulgar, es nombrar cosas. Y otra más, para precisar: nombrarlas con estilo.
Seré incluso más arbitrario: ni siquiera se trata de una tarea, de un deber de oficio o de una misión con su rumor de biblias: se trata de una forma de actuar (es decir, de ver y oír y saborear: de absorber y rumiar y concebir), que en los casos más extraordinarios se convierte en un instinto o un acto reflejo, libre, esencial e inconsciente, como la respiración de un animal.
Porque al final del día, tras las muchas luces transitadas y las muchas horas feriadas, quien escribe se pregunta, “¿Cómo lo pongo todo en palabras? ¿Cómo carajos lo pongo todo, o al menos algo, en palabras?”. Entonces se dobla sobre sí mismo, como fundando su concha, a nombrar cosas.
Que nombrar cosas es el fundamento de la literatura lo prueba el hecho de que casi toda oración es deformada y atraída por la gravedad del sustantivo, ese componente que asigna nombres a los objetos abstractos y concretos, muertos y en agonía, terrícolas y marcianos, pedestres y volantes, visibles e invisibles. Asignando nombres a las cosas, el sustantivo les da vida y presencia y, por lo tanto, le da vida y presencia a lo que se cuenta o se canta. En el papel, el sustantivo es el latido de las cosas.
En Nature morte, Joseph Brodsky escribe: “El polvo es la carne del tiempo”. Polvo, carne, tiempo: tres sustantivos para abarcar tanto mundo. Dice W. B. Yeats en Navegando hacia Bizancio: “Un hombre viejo no es más que una cosa miserable, / un abrigo en harapos sobre un palo”. Wislawa Szymborska escribe sobre la madre de su pareja (la traducción es de Abel Murcia): “Barca en la que años atrás / llegó a la orilla” (todas las palabras se alinean en función de juntar barca y orilla). El Shabine de Derek Walcott en The Schooner Flight dice: “Tengo holandés, negro e inglés en mí: / o soy nadie o soy una nación”. Sobre las mismas columnas de piedra de sustantivo reposa el inicio del Infierno de Dante (la traducción es de Jorge Gimeno): “Mediado ya el camino de la vida, / me vi de pronto en una selva oscura, / ya del todo perdido el rumbo cierto”. Sin camino, vida, selva y rumbo, los versos se desmoronan.
También la formulación de sentimientos, que podría parecer un ámbito exclusivo de los adjetivos, encuentra posada en los sustantivos, como ocurre en La jaula de Alejandra Pizarnik: “Yo no sé del sol. / Yo sé la melodía del ángel / y el sermón caliente / del último viento [...] / Yo lloro debajo de mi nombre [...] / Yo me visto de cenizas”. Es el sustantivo el que concibe y da aplomo a la metáfora de cierre, al vestido de cenizas.
El acento y la sustancia de este costal de versos están en el nombre de las cosas, un atributo que no pertenece sólo a la poesía (aunque, claro, todo es un apéndice de la poesía, incluidas la prosa, el tiempo y el hábito de comer con tenedor).
Dice Juan Rulfo en Pedro Páramo: “[...] su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz [...]”. Cuerpo, llegada, día, brazos, retazos, cielo, pies, regueros, luz: ésas son las vértebras del párrafo, que apenas si contiene más que sustantivos. El vigor y el ritmo de estas palabras de apertura del Quijote estriban en los sustantivos: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”. Si se lee en voz alta este párrafo, que fue compuesto para el oído, como los párrafos del Ulises, la voz comienza a saltar sin esfuerzo de sustantivo en sustantivo, como saltando de piedra en piedra en el vadeo de un río.
Pero ni la literatura vive sólo del sustantivo ni sólo el sustantivo consigue nombrar cosas. Los elementos mayores y menores de una oración tienden, en su asociación e incluso en su pugna, al nombramiento de los fenómenos de la vida.
El verbo nombra la voluntad, activa o inactiva, ejercida o impuesta, del sustantivo. El adverbio viene a domar al verbo, a ampliar o restringir su forma, su ánimo, su estrechez: a darle nombre a su naturaleza. El adjetivo (que también puede mutar en sustantivo, como en este poema de César Vallejo: “Lo horrible, lo suntuario, lo lentísimo, / lo augusto, lo infructuoso, / lo aciago, lo crispante, lo mojado, lo fatal [...]”) atenúa el carácter y el ánima del sustantivo: da nombre a su impulso múltiple y variado y a veces sobrenatural (ya se ve: una palabra sola no es nada: se enciende sólo cuando otra la toca). Y las preposiciones dan sentido a esos elementos numerosos, nombrando los lugares de los objetos y su jerarquía en el tiempo y el espacio, para poner juntas realidades que en los ojos y en el recuerdo van separadas.
Y a pesar de tanto nombrar siempre quedarán entre letra y letra dilatadas franjas de silencio.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
