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¿Cuál es la palabra que describe el sonido agudo y brillante de un tenedor que toca una copa o de una campanita de Navidad? Tintineo. ¿Tintineo? Si uno vacila, corre a buscar auxilio en el diccionario, el de la Real Academia Española, que suena a autoridad, que luce como autoridad, por sus flecos de laurel en la portada, por su imperial «real», por su lema de sellador y barniz: “Limpia, fija y da esplendor”. Y el diccionario indica:
tintineo. m. Acción y efecto de tintinear.
Si todo nos llega tarde, hasta la muerte, ¿por qué no puede llegar tarde también la definición de la RAE de «tintineo»? Habrá que brincar hasta «tintinear».
tintinear. intr. tintinar.
La RAE recompensa ahora con un descubrimiento: «tintinear» es apenas una variación —que no merece, la muy vulgar, una definición en propiedad— de «tintinar», cuya entrada otorgará por fin claridad, fijará y dará esplendor. El diccionario habría podido conducir en primer lugar desde «tintineo» hacia «tintinar» en lugar de «tintinear». ¿Pero cuál es el afán? Revelad, oh, diccionario, los dones de «tintinar»:
tintinar. intr. Producir el sonido especial del tintín.
Vale. ¿Será el sonido del Tintín Renacuajo, que salió una mañana muy tieso y muy majo? No: ese es Rinrín. ¿Qué es entonces «tintín» y por qué es tan especial el tontín? Por fin, mediado ya el camino de la vida, se halla:
tintín. m. Sonido de la esquila, campanilla o timbre, o el que hacen, al recibir un ligero choque, las copas u otras cosas parecidas.
Queda por ver qué tiene de especial el tintín o el tintineo, puesto que todos los sonidos son especiales o peculiares o singulares. Concéntrese el lector, por ahora, en la circularidad de las definiciones, una circularidad de pesadilla que se le habría ocurrido a Kafka: el significado de «tintín» podría trasladarse, palabra a palabra, a la definición de «tintineo». ¿Por qué era necesario ese periplo a través de las espesuras tintineantes cuando el buen lexicógrafo hubiera podido diagnosticar de un vistazo que «tintineo» es bastante más popular que «tintín», de modo que era más adecuado y pragmático desplegar la definición en la primera que en la segunda? ¿Acaso, al forzar estos prolongados e inanes viajes por las palabras, la RAE nos está anunciando que abrirá un programa de millas?
La circularidad es uno de los defectos recurrentes del diccionario de la RAE, incluso en su versión digital más reciente (en la entrada de «obviedad» dice: “Cualidad de obvio”. A ver: obvio). El diccionario se ha hecho tan célebre por sus tautologías, que se ha propagado la broma de que algo es “acción y efecto” o “cualidad” del mismo algo para ocultar aposta el significado de ese algo (y para amortiguar la ignorancia con la jerga de los cultos). Es una flaqueza deplorable: sus redundancias no sólo arruinan su aspiración de allanar y esclarecer, sino que también frustran la posibilidad de ensanchar la experiencia del lector con las palabras. «Tintineo», por ejemplo, pudo haber sido definida como una resonancia o repercusión o reverberación, aguda o (extrapolando propiedades de la luz) brillante o destellante o radiante, a veces incluso opaca o hueca, de tono alto o medio, de metales o cristales, como un cencerro o un sonajero, de modo que el lector se fuera a la cama con un conjunto sólido de palabras e imágenes («resonancia», «repercusión», «destellante», «cencerro») que incitaran la recordación y expandieran su horizonte verbal. En su lugar tenemos el arrastre burocrático hasta «tintín», definida en términos vagos (“u otras cosas parecidas”) que no suministran al lector puntos firmes de orientación.
María Moliner tuvo mejor fortuna y más imaginación al componer su diccionario. En la entrada para «nuevo» de la edición original de su diccionario (1966) no se contenta, a diferencia de la RAE, con referir sus usos e insertar una selección de sinónimos, sino que agrega una tirilla de verbos (ya no adjetivos, que es la especie gramatical de «nuevo» y con la que más tiene relación, sino verbos) que evocan la novedad o sus aspectos: «estrenar», «introducir», «innovar», «rejuvenecer», «reformar», «restaurar». Y si al lector no le basta, se añaden sustantivos (algunos con turno nocturno como adjetivos) que evocan la novedad o sus aspectos: «neófito», «novato», «novicio», «moda», «invento», «principiante». También están sus notas etimológicas, que asisten la memoria del lector vía la arqueología de las palabras. Moliner, además, tiene estilo. En su primera definición de «verbo» (cuya entrada se extiende por casi 50 páginas), escribe: “Palabra con que se expresan las acciones y estados de los seres, y los sucesos”. “Estados de los seres”: en las palabras claras de Moliner, el verbo es un reflejo del espíritu. En las oscuras de la RAE, un desabrido enigma de gramática: “verbo. m. Clase de palabras cuyos elementos pueden tener variación de persona, número, tiempo, modo y aspecto”.
La lengua inglesa no conoce autoridades: conoce diccionarios. Destacan el Longman, el Merriam Webster, el Oxford, el Cambridge, el Collins, cada uno con un sinnúmero de variedades según la necesidad y el interés, compartiendo espacio e influencia, dilatando el espectro de la lengua. En el castellano, ocurre del modo opuesto: todos los diccionarios (y hay algunos dignos de elogio, aparte del de Moliner, como el ideológico de Casares) palidecen ante la autoridad de la RAE, un rezago del imperio, que todavía se considera el centinela del castellano, desplumando palabras sobre su poltrona de oro americano bajo el espejismo de que la variante del español más extendida sigue siendo la de España. La prueba es su decisión de publicar un Diccionario de la Lengua Española, que actúa como referencia central y cuyas definiciones se avienen ante todo con el español de España (como en «tintinar»), y aparte uno de americanismos, como si el castellano ultramarino fuera una ramita del de España y no un tronco gigantesco (en este punto, con la insalvable ventaja poblacional de la América que habla español sobre España, la RAE debería componer si acaso un Diccionario de Españolismos). No espero la supresión de la RAE ni de sus diccionarios. Pero, en busca de la amplitud y en defensa del estilo, para abrirles espacio a labores de la imaginación como la de Moliner o la de Casares, se debería liquidar su monopolio.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
