Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En El poeta pobre, publicado en 1945 en el poemario Rescate, Czeslaw Milosz concibe una imagen desconcertante: “Levanto el bolígrafo y le brotan ramitas y hojas; está cubierto de flores / y el perfume de ese árbol es insolente, porque allí, en la tierra de verdad, / esos árboles no crecen, y el perfume de ese árbol / es como un insulto contra la humanidad que sufre”. Eso escribe Milosz, que como polaco inestable supo de guerras y de gente que se doblaba de dolor: dedicarse a escribir —poner en movimiento el bolígrafo con sus flores y estimular sus frutos— constituye una insolencia y un insulto contra los que sufren. ¿Con qué cara va alguien a apartarse de la realidad para atisbarse el interior y traducirlo enseguida en palabras mientras pueblos enteros se afantasman bajo el asedio del hambre, la guerra y la enfermedad?
Creo que es verdad: escribir es un insulto. Y creo que es inevitable. Y creo que así está bien.
La literatura aspira a nombrar el presente, el pasado, el presente concebible, el pasado concebible, el futuro inconcebible. Al nombrarlos, se embarca en la composición de una realidad y de una voz: como ocurre en la obra de Beckett, es una voz que no puede dejar de hablar incluso cuando anhela dejar de hablar. Su instinto natural, su carácter casi compulsivo, es la energía. Incluso cuando navega la enfermedad, el duelo, el desamor, la brutalidad, la tortura, el desarraigo, el pavor y la muerte —como en Kafka, como en Bernhard, como en Pizarnik, como en Lispector—, la literatura no puede sino mostrar ímpetu, potencia y vigor: escribir —que es el oficio de escarbar los terregales del cráneo en busca de palabras para nombrar las regiones visibles e invisibles— es en sí misma una declaración de vida. En ocasiones se trata de una potencia de la impotencia, de un ejercicio de vigor sobre la flojera. Borges se declaraba un haragán: lo reafirman las 2.607 páginas de sus obras completas. Y ante las atrocidades de la muerte y la enfermedad, es comprensible que ese animal balbuceante que brinca de árbol en árbol con su bolígrafo de flores parezca un bufón irrespetuoso y un fabricante de banalidades.
Y así es: la literatura prospera en la paradoja de comportarse como una vibración vital de la experiencia en un mundo donde imperan el olvido, la muerte y la fealdad.
(¿Entonces la literatura es una forma de la esperanza, puesto que la esperanza es enérgica y vigorosa y vital? No lo creo: la esperanza, disfrazada como una expresión de energía y de vida, es un amague de energía, la mímica de un movimiento, y de hecho una inclemente succionadora de energía. Por eso son falsas las novelas de intención social: porque se basan en movimientos huecos, irreales).
Cierto: un poema no cura una enfermedad. Cierto: una novela no puede nada contra una guerra (y los que se proponen escribir para salvar el mundo, con frecuencia terminan agravando la tragedia al añadirle una mala novela). Y está bien que sea así: aunque la poesía practique milagros inferiores a los de la quimioterapia y aunque una novela sea incapaz de frenar un balazo (salvo quizás una novela de Tolstói o los siete volúmenes en fila de Proust: la demostración palpable, secretarios de la ciencia, de que el papel es una derivación del acero y de la forja), la existencia de la poesía y de la novela está justificada por su don de prolongar y ensanchar la experiencia de la vida. Es posible que la literatura sea el único insulto que, en lugar de producir furia, otorgue un consuelo (y el consuelo, si a eso vamos, no es una adición deleznable en tiempos de convalecencia y bombardeo): el consuelo de contemplar una vida más duradera que los ánimos y desánimos actuales de la sociedad, más larga y múltiple que el término y la unidad del cuerpo.
(Una vida, además, que a pesar de hacerse clara en las palabras conserva un aliento de misterio: en todo buen libro se sospecha con frecuencia, en la lectura y en la relectura, que algo más palpita debajo de las palabras. Cabe pensar que la literatura no es, como se piensa a veces, un temblor sino la intuición de un temblor, el intervalo de sueño y palpación entre el momento en que empiezan a agitarse las cosas y el momento en que se menciona con seguridad que está ocurriendo un temblor. Literatura: perpetua convulsión subterránea).
En Desgracia impeorable, que cuenta el suicidio de su madre, Peter Handke se muestra ansioso por encontrar las formulaciones adecuadas y las palabras justas para registrar los pormenores de esa tragedia, que ocurrió apenas unas semanas antes del comienzo de la escritura del libro. Cuenta también que la exigencia de esa búsqueda es de tal magnitud que debilita el estado de irrealidad y de ofuscamiento en que lo sumió el suicidio. El desconcierto que produce el caos de la muerte, dice Handke, se disipa tan pronto como uno se lanza al trajín de capturar palabras. Por esa razón escribía Handke en el corazón del desastre: porque ordenarse en oraciones equivale a ordenarse el espíritu.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
