Costas extrañas

Estado civil: en riesgo de fusilamiento por escribir

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J. D. Torres Duarte
17 de abril de 2019 - 03:40 p. m.
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Cercada por el terror, la poeta rusa Anna Ajmatova cedió ante una tarea que cualquier otro artista habría considerado ruin e indigna: escribió una serie de poemas que alababan el estado de cosas en la Unión Soviética bajo el régimen de Stalin. Buscaba agradar a las autoridades con el único objetivo de salvar a su hijo, condenado a laborar en un campo de concentración, de una existencia miserable. A cambio de su redención, Ajmatova entregó los bienes reducidos pero magníficos que puede tener un poeta: su oído, sus versos, su dignidad lírica.

Ajmatova conservaba un memorial de agravios suficiente para temer por la vida de su hijo: su primer esposo había sido fusilado por la Checa, la policía secreta soviética, y algunas décadas después su tercer marido moriría, tullido por el frío y hambriento, en un gulag. En ese sentido, bajo la imposición de la historia, escarbar por la salvación con una docena de versos cuya voluntad está manipulada se asemejaba a un perro que, en vista de su agonía garantizada, se arrastra para evadir por un tiempo la persecución de los gallinazos. Ajmatova prefirió intentarlo a pesar de que los resultados fueran inútiles, pues su hijo estuvo confinado durante dieciocho años y los versos, publicados en ediciones estatales, supusieron sobre todo un bálsamo para la propaganda bolchevique.

Aunque cedió su ánimo y su trabajo, Ajmatova nunca cedió su criterio. Quizás la palabra criterio es inexacta para describir un atributo más elemental: su fanatismo lírico, su hábito irremediable de convertir la experiencia en canto, de organizar el tiempo en métrica, de recrear bajo un techo propio, un acto involuntario, interiorizado, tan rutinario e instintivo para un escritor como rascarse el rostro al roce de un cabello. Pese a su estrechez, Ajmatova tenía una puerta de salida. Para evadir la realidad, o tal vez para carearla, en vez de registrar sus nuevas composiciones por escrito —de ser descubiertas podrían haberle costado la cárcel o la muerte de su hijo—, Ajmatova y sus cercanos optaron por memorizarlas.

Se trataba, más que de una posición ideológica, de una trama de supervivencia y de respeto estético: si un escritor deja su oficio, ¿qué opciones le quedan? ¿Cómo abandonaría sus esfuerzos líricos espontáneos? ¿Qué razón tendría, en últimas, para vivir? Llamarlo resistencia, en el caso de Ajmatova, es ir demasiado lejos: su impulso elude el ataque, su impulso es, si se quiere, igual al de un niño jugando con su artefacto preferido. Es un apéndice de su existencia —los poemas memorizados eran réquiems dedicados a sus muertos o a menudo a sus muertos en vida— que, en principio, no se enfrenta a nada más que a sus propias medidas del bien y el mal. Sin embargo, en el aire de opresión en que se veía obligada a vivir, donde las posibilidades de sobrevivir a gusto eran reducidas, la estrategia de memorizar poemas prohibidos, casi paganos, era una declaración de principios. Sin importar la historia, la escritura se pone en pie. La literatura —la lengua— permanece sobre las tiranías perecederas.

Podrían encontrarse paralelos en el caso de Antonio Di Benedetto. Mendocino de nacimiento y periodista de profesión, Di Benedetto fue capturado por la dictadura argentina y torturado durante 19 meses bajo un encarcelamiento cuyas razones nunca fueron aclaradas. Sus papeles escritos en la cárcel fueron sometidos a escrutinio y luego desechados, de modo que Di Benedetto, presa también de esa necesidad interna y habitual de Ajmatova, tuvo que conjurar los peligros de esa pequeña muerte —porque eso significa dejar de escribir— con un artificio literario. Cuando le enviaba cartas a una de sus amigas, comenzaba del siguiente modo: “Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo…”. Todo cuanto seguía, en letra mínima, explorable sólo con lupa, era un relato de ficción. Su amiga lo transcribía y fue así como se publicó tiempo después el volumen de cuentos Absurdos.

Di Benedetto no sólo eludía la censura, sino que humillaba a sus captores. Le prohibieron crear, lo prepararon para ello, lo hicieron objeto de una educación emocional y física que aniquila todo impulso artístico, y aun así se impone ante el régimen con una treta creativa, elusiva, narrativa. Si la tiranía es una forma de encierro dedicada a atajar desvíos, Di Benedetto burló cuanto punto de seguridad encontró y se ausentó del camino indicado mientras sus inquisidores se convencían de que su transformación, la muerte de su espíritu, estaba en curso. No existe nada más humillante que una derrota a plena luz.

Pese al riesgo, Di Benedetto se preservó como escritor. Podría pasar por héroe si no fuera porque su misión, no obstante, es apenas personal. Escribir en letras imperceptibles saciaba sus necesidades y seguía los dictados de su intuición original, de su propia estética. Su valentía era sobre todo una forma de arrojo irreflexivo: es evidente que aquello que lo salvaba también podía causarle la muerte. Pero era demasiado tarde puesto que, en palabras de Joseph Brodsky, “su instinto de conservación hacía mucho tiempo que había cedido ante su estética”.

Brodsky, quien fue expulsado de la Unión Soviética en 1972 y se refugió por el resto de su vida en Nueva York, utiliza esas palabras para recordar a Osip Mandelstam. Tras escribir una serie de poemas contra Stalin, Mandelstam fue enviado a un campo de concentración donde murió tiempo después. Como Ajmatova, intentó remediar su condición escribiendo una oda a Stalin cuyos resultados distan de ser elegíacos y, más bien, ubican a Mandelstam en una línea de peligrosa ambigüedad. En uno de ellos escribe: “Sus ojos poderosos son decididamente buenos, / sus cejas espesas iluminan a alguien de cerca. / Y yo quisiera mostrar con una flecha / la dureza de la garganta del padre de habla obstinada”. Para Mandelstam, Stalin resistiría ante una flecha que buscara atravesar su garganta. Prueba su inmortalidad con métodos mortales. Lo idolatra y lo crucifica.

Mandelstam era incapaz de negar su naturaleza, su impulso lírico, su visión, tanto como Di Benedetto y Ajmatova fueron incapaces de rendirse ante las intenciones de la tiranía de aplastarlos por completo. Su terca ingenuidad —que tenía cierto carácter primitivo, como el olfato cazador de un jaguar, y por eso era indomeñable— era el origen de sus tribulaciones: no comprendían —o evitaban comprender— que, como apunta Brodsky, “una canción es una forma de desobediencia política y el son de la misma proyecta dudas sobre más gente que un sistema político concreto, porque pone en entredicho todo el orden existencial”. O si lo comprendían, en todo caso, su acto de valentía no era más que un movimiento esperado. Al parecer, la salvación de su cuerpo era una recompensa insuficiente ante el sacrificio que significaba la rendición absoluta de su espíritu.

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