Costas extrañas

Formas de pasar a un escritor por la guillotina

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J. D. Torres Duarte
31 de mayo de 2023 - 02:00 a. m.
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A finales del año pasado, al borde de sus 90 años, Cormac McCarthy publicó dos novelas que en verdad son una: Stella Maris y El pasajero. Como su más reciente novela, La carretera, había sido publicada hacía más de 15 años y como alrededor de McCarthy ha crecido de mes en mes un rebaño de lectores tan devotos y entusiastas que se sienten entre ellos como hermanos y depositarios de un secreto, la publicación del dúo inspiró un estruendo mundial (es decir, en Estados Unidos y Reino Unido): los diarios nacionales y estatales apuraron sus reseñas de turno (a veces más que una por libro: en The Guardian hubo al menos cuatro, de distintos críticos), proliferaron con su fondo de cuarto sin aventura los comentarios de booktubers, y en foros presenciales y virtuales se discutieron con fervor las virtudes de su protagonista femenina, admirable pero inusual, y de su prosa, admirable pero habitual. La marea de reseñas dejó también algunas impresiones sobre el modo en que se juzga —con justicia, con alguna justicia, con exaltación— un libro, que es también el modo en que se lee, que es también el modo en que se emplea la imaginación.

Entre los lectores de ansiedad, los que confesaron haberse desvelado en espera del siguiente párrafo y haber abandonado trabajo y familia, hubo encomio y superlativos: se trataba de las mejores novelas de la última década, las más trágicas, las más ricas, las más pródigas. Hubo quien concedió alguna confusión (pues, en particular Stella Maris, las novelas están cargadas de alusiones a la mecánica cuántica, las matemáticas, la filosofía, la biología: discusiones de almuerzo, sin duda), pero sólo como incentivo para una relectura que seguro disolverá sus brumas. Su afición por la prosa singular de McCarthy los anima a creer (sin confesarlo, como mandamiento mudo) que hasta el peor libro escrito por McCarthy tendrá todavía la virtud de haber sido escrito por McCarthy. La larga espera a que fueron sometidos produjo en esos lectores famélicos la certeza de que el menor bocado sólo podía ser un deleite. Quizás tengan razón (no sería extraño que McCarthy, como lo probó con Meridiano de sangre y Todos los hermosos caballos y No es país para viejos, haya escrito de nuevo una gran obra, o al menos una obra decente), pero es difícil encontrar una mirada de entorno y de detalle, serena y paciente, en un lector que está en el extremo de sus emociones, ansioso por los dones del próximo verbo, indiferente a la rumia de la suma.

(De otro lado, la existencia de esa cofradía de lectores, compuesta en apariencia por una mayoría de hombres, ha alentado el prejuicio de que la literatura de McCarthy, por su inclinación por la violencia y por su prosa acabalgada y feroz, es una extensión de la virilidad. Es un malentendido con aspiraciones de tontería: ni la prosa acabalgada y feroz es sólo masculina, ni es masculina ni femenina la prosa que es llanamente buena y admirable, ni McCarthy es un escritor sólo para hombres. Es un escritor para cualquiera que salga a contemplar la belleza del horror).

Otra lectura, más irónica, más minuciosa, más inmune a la hipérbole, fue la de la crítica Beejay Silcox en The Guardian. Silcox no practica el evangelio según McCarthy. Calificó como “absurda” la voz de Alicia Western, la protagonista de Stella Maris; desacreditó su genio descomunal y sus múltiples males, inverosímiles cuando se le imputan a una sola persona; declaró como “trilladas” la “crueldad sin corazón y la indiferencia cósmica” de la literatura de McCarthy, y cerró con una sentencia: “Quizás esa es la verdad del mito de McCarthy: vivió su carrera mirando al vacío y ahora el vacío lo mira de vuelta”. Sólo una vez cometió la imprudencia de admitir una fortaleza (o puede ser una debilidad, es ambiguo): el relato, que en teoría recrea unas sesiones de Western con su terapeuta, parece, más que una novela, un diálogo platónico.

Silcox anota (y este es el grueso de su crítica) una serie de discordancias en la composición de Western. La novela propone un vínculo estereotípico entre su ciclo menstrual y su locura; la novela sugiere, en palabras de Silcox, que “la maternidad es la cura de todas sus penas”. Además, por venir del oeste y ser el oeste el habitual dominio de la perdición, Western está condenada desde el inicio a la muerte. Ni cuestionamiento, ni subversión, ni esperanza: el problema, para Silcox, es que la novela está plagada de clichés e inconsistencias de carácter, y que además es “tan consciente de su propia sagacidad” (la que se despliega sin obstáculos durante los diálogos matemáticos y cuánticos) que Alicia Western pierde toda independencia y todo vuelo propio y se convierte a lo sumo en un títere del autor.

Su lectura de detalles, apuntalada en un aire de ironía sobre el mito literario de McCarthy, esboza ideas más fecundas que las de la admiración incondicional. Sin embargo, conserva algunas flaquezas y se atasca en filiaciones invisibles: no da cuenta de las circunstancias en que ocurren los clichés de la menstruación o la maternidad, ni ilumina sobre los modos en que esas circunstancias diluyen o multiplican esos clichés, ni pone en duda su convicción de que una novela debe convocar la esperanza y de que las obsesiones de un autor, por el hecho de repetirse, son trilladas (podrían también ensancharse y despejar nuevos espacios: la repetición, que es el recurso de la música, suele abrir puertas extrañas). Su crítica también se enfrasca en la composición biográfica y el sexo de Alicia Western; presta pocas líneas, en cambio, a la sustancia de su cerebro y de su espíritu y a sus repercusiones morales y estéticas, que son, en últimas, los objetos de discusión y examen en la recreación artística de una sesión terapéutica. ¿Su voz no es la prueba de que, más allá de un cuerpo destinado a la supresión, Alicia Western es una mente que retumba? ¿No es ésa, si de eso se trata y eso se espera, una forma de resistencia al desastre y a los estereotipos del cuerpo? A pesar de sus virtudes, es una crítica porosa y parcial.

Una tercera vía, meditativa, alta, mesurada (hasta donde la pasión por la literatura se puede mesurar), es la que propone Michael Gorra, que reseñó Stella Maris y El pasajero para el New York Review of Books. En una entrevista, Gorra recuerda Meridiano de sangre, quizás la novela más difícil y más comentada y más continental de McCarthy, y continúa: “Estas últimas novelas han permitido que se haga más fácil aproximarse a Meridiano de sangre. Nos dan algo contra lo cual medirla. Nos hacen ver que Meridiano de sangre se trataba de un paso, uno grande, a lo largo del camino de su carrera en desarrollo. Pienso que eso se confirma con los libros nuevos. Cuando se observa toda su obra, se puede ver que estos libros cambian nuestra idea de lo que puede hacer McCarthy, y por eso son aún más interesantes. No son libros que se puedan juzgar sólo en términos de su fracaso o su éxito individual”.

Gorra defiende un trabajo más vasto que la lectura de un libro de un autor: la lectura de todos los libros de un autor. Supone que el estilo y los temas y las formas son una evolución, y que es esa evolución, con sus rasgos íntimos y verbales, la que permite estimar con mejor justicia el éxito o el fracaso de un autor. Los escritores, parece sugerir, componen un solo libro dividido en varias entregas, en la afinación de una incesante afinación. Su método, a pesar de su laboriosidad, es apenas justo: cada obra de un autor, de un autor serio y comprometido con lo que carga entre el pecho, es una pieza más de un mundo grande, ambivalente y volátil, el resultado de una maraña de fijaciones y débiles alumbramientos que se traducen y aclaran luego en unos tenderetes sostenidos y temblorosos que se llaman oraciones. En raras ocasiones se reconoce de inmediato un clásico de la literatura: a Zama, de Antonio di Benedetto, le tomó treinta años y la muerte de su autor; desde hace unos años Gombrowicz tiene más espacio y peso en las discusiones sobre literatura moderna; también ha llegado lenta esa gloria para los cuentos de John Cheever y de Felisberto Hernández. La belleza, con su levadura oscura, tiende a hincharse con el tiempo, hasta que ningún ojo puede evitar verla. Gorra propone un método para distinguirla.

Su declaración contiene, además, una idea hermosa y contraintuitiva: que los libros futuros explicarán y descifrarán los pasados (Borges afirmó que Kafka explicaba a Zenón de Elea), de modo que un crítico, a la espera de la evolución de una obra, está condenado a una eterna labor incompleta y equívoca, a hacer una vida en los extremos de la cautela y la prudencia, a empujar la roca cerro arriba y a verla hundirse de nuevo en la penumbra del abismo, sobre todo en el caso de un autor que de ahora en adelante, por estar al borde del estupor nonagenario, se dedicará desde el primer amago de sol a la lectura de sus ciencias cuánticas y a la acrobacia líquida de morir, y aplazará para los recreos de ultratumba el deber de componer una nueva novela que disipe la inquietud de los críticos y justifique por fin los trabajos del presente.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

Conoce más

 

David(70623)01 de junio de 2023 - 01:55 a. m.
Una crítica de la crítica.
Atenas(06773)31 de mayo de 2023 - 03:42 p. m.
Y de veras q’ JuanDa pasó por la guillotina al autor C.McCarthy, y de tal manera se cebó en él q’ mató en mí cualquier intención de leerlo, aplicado como estaba, x ahora, a no leer más novelas y si más obras de ciencia y tecnología o asuntos q’ se refieran a la evolución de la especie en medio del avasallante desarrollo tecnológico.
Diego(54541)31 de mayo de 2023 - 02:32 p. m.
Como siempre, la invitación a leer los libros citados.
Juan(3racf)31 de mayo de 2023 - 12:59 p. m.
Maravillosa columna.
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