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John Cheever

J. D. Torres Duarte

02 de marzo de 2022 - 12:01 a. m.

En una serie de ensayos sobre literatura estadounidense, la crítica Sandra Kotta incluye a John Cheever, escritor de numerosos cuentos y varias novelas, fallecido hace cuarenta años con sus consonantes de whisky y cigarrillo y su expresión de antigua tortuga sosegada, en una lista de “maestros menores” junto a Salinger y Carver: escritores cuya obra será apreciada, como mucho y si la aprecian, como “ráfagas de la vida estadounidense”.

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Y sí pero no: que Cheever haya escrito con tanto empeño sobre el júbilo descascarado de la clase media estadounidense no impide que sea más que un mero escritor estadounidense (¿no es una barbaridad, además, apretujarlo junto a Carver, que está en las antípodas de Cheever en términos de léxico y expresión?). Aunque anclado a los hogares de los suburbios con sus legendarias aspiraciones de piscina y bar, Cheever escribió en clave de metáfora, y es de dominio público que en las cuatro sílabas con cresta de gallo de la metáfora cabe el universo en expansión.

Lo prueban tres de sus cuentos, incluidos en 1978 en la selección que compuso Cheever de su trabajo bajo el título The Stories of John Cheever (traducida al español como Cuentos por Random House).

El primero es El radio enorme (The Enormous Radio), donde una pareja más o menos joven (los Westcott, Jim e Irene) compra un radio que, por alguna interferencia cósmica, comienza a trasmitir las conversaciones íntimas de sus vecinos de edificio. Irene escucha sin pausa esas conversaciones sobre infidelidad, escasez de dinero, desprecio mutuo. Escucha golpizas, insultos, augurios de desempleo y enfermedad. Desesperada por las revelaciones interiores de una fachada que parecía impoluta, le dice a Jim: “La vida es demasiado terrible, demasiado sórdida y horrorosa. Pero nosotros nunca hemos sido así, ¿verdad, amor? ¿Verdad?”.

El radio enorme ilumina sobre los quiebres de una sociedad que rehúsa confesar cualquier quiebre. Pero Cheever no consigue esa hazaña con la transcripción sin pulir de una pelea doméstica: en cambio, inventa un artificio de metáfora (un radio que es un oído al mundo, en el umbral de penumbra entre la fantasía y la posibilidad donde suele habitar Cheever, como se verá) que ensancha el campo de observación y le permite estudiar algo más que una pelea doméstica: las tensiones del ánimo y el alma. No parece el logro de un “maestro menor”.

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El segundo cuento es El nadador (The Swimmer, aquí lo lee Cheever). Es quizá su cuento más célebre: tuvo hace años una adaptación al cine con Burt Lancaster.

Tras mucho beber, mientras reposa el elefante del guayabo al borde de la piscina de unos amigos con un vaso de whisky, Neddy Merrill toma la resolución de devolverse a su casa nadando a través de las piscinas del suburbio. Siente que con su descubrimiento de esa extensa cartografía de piscinas, esa “corriente cuasisubterránea”, ha hecho una “contribución a la geografía moderna”: se siente Magallanes de las aguas privadas. “Los únicos mapas y cartas de navegación que tenía a la mano eran recordados o imaginarios, pero pasablemente claros”.

En su circuito acuático se topa con vecinos que le recuerdan desgracias recientes de su vida. Él parece haberlas olvidado. ¿Está en negación? Se avecina una tormenta ominosa: en el largo del cielo y también en los límites entre su cabeza y sus pies. Llega un final con tonos de amnesia. ¿Neddy Merrill es acaso una suerte de fantasma, un aspirante a fantasma?

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Aunque ocurre en la geografía de los suburbios, El nadador tiene marcas surreales que lo desatan de esas casas y de esas carreteras de escombros de plástico y aluminio. Parte alegoría, parte fantasía, parte posibilidad, El nadador anima docenas de interpretaciones: es un arquetipo, un sol que escupe fuego hacia múltiples regiones. Es un hombre que nada en el olvido hacia un recuerdo: su tema puede ser la pura existencia, de la ingenuidad del primer deslumbramiento al trancazo de cierre. El cuento no tiene más de quince páginas.

El último cuento es Adiós, mi hermano (Goodbye, My Brother). De los tres es el más largo y, por su estructura y sus voces, elaborado. La familia Pommeroy (la madre y sus cuatro hijos) se refugia en su casona de Laud’s Head para una temporada de descanso, junto a una vasta nada de arena y mar. Uno de los hermanos es el narrador. Él cuenta la historia de Lawrence, el hermano menor, que es abogado y también se hospedará en la casa familiar tras una larga ausencia.

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La animosidad hacia su hermano menor es conspicua. Lawrence (que por nombre y profesión, lawyer, es el administrador de la ley y por lo tanto litiga y latiga) critica cada movimiento de sus familiares, la promiscuidad de su hermana, la borrachera de su madre. Fustiga la memoria de su padre (ahogado, por cierto: como si el mar estuviera ahí para recordar el vacío paternal) criticando la composición de la casa: tablillas de casas centenarias recubren el frente pese a que la casona tiene poco más de veinte años. Dice al narrador: “Imagínate gastar miles de dólares para hacer que una casa sólida parezca un naufragio”.

Para Lawrence, cada objeto tiene una realidad sórdida en el interior. En su opinión, en el backgammon que juegan sus hermanos y su madre no apuestan dinero, sino sexo y dignidad; el baile que organiza la comunidad representa una naturaleza muerta; en el campaneo de las boyas (qué acierto el de Cheever: poner en los ojos de Lawrence una boya, un objeto que se bambolea en la superficie del agua pero está amarrado al fondo turbio del suelo marítimo, que parece querer despedirse del fondo y flotar rumbo al horizonte pero no puede) escucha el grito viejo de criaturas oscuras. No importa si Lawrence tiene razón o anda errado: el punto es que tiene una mirada metafórica (está viendo cosas que nadie más ve) mientras que el narrador defiende y se pliega a la mirada común.

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Pero no es tan sencillo. Como la historia se lee desde la perspectiva del hermano, todo lo que Lawrence piensa o podría estar pensando (por cierto, hay amor en las labores de la especulación) llega a través de él. Y párrafo a párrafo el hábito de penetrar su pensamiento va convirtiendo al narrador en su hermano sin que él parezca advertirlo: como lo habita, lo personifica, a pesar del resentimiento histórico que lo conduce piedra a piedra hacia los caminos de Caín. Es ahí donde la historia se divorcia de nuevo de sus circunstancias de ambiente y tiempo (que aquí podrían llamarse más realistas, pero no lo son: todo es una composición artificiosa, estética, metafórica) y toma vuelo lejos de los suburbios gringos. Un maquillaje mínimo la camuflaría en el Génesis.

CODA

Se están publicando numerosos artículos sobre el centenario del Ulises de Joyce. Recomiendo este de Anne Enright. También les dejo esta reflexión (y lección maestra) de Jennifer Croft sobre su traducción al inglés de Księgi Jakubowe (The Books of Jacob) de Olga Tokarczuk, donde demuestra que traducir es una creación tan intensa e inestable como escribir un original. Mi correo: juandtorresd@gmail.com.

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