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Juan Rulfo no cabe en México

J. D. Torres Duarte

22 de agosto de 2023 - 09:05 p. m.

Una distracción y la historia

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En la edición crítica de El Llano en llamas (Cátedra, 2009), el editor aclara en un pie de página que el delegado que aparece en el primer cuento, ‘Nos han dado la tierra’, es un funcionario del Gobierno de la Reforma Agraria.

Es una aclaración presuntuosa y perjudicial: una distracción.

Si Rulfo hubiera querido que el delegado fuera un funcionario del mayúsculo Gobierno de la Reforma Agraria, lo habría escrito él mismo en las líneas del cuento, en las cuales, al contrario, el delegado se llama simple y llanamente el delegado y el Gobierno se llama simple y llanamente el Gobierno (con el mismo contorno fantasmal con que en Pedro Páramo se llama a Pedro Páramo “un tal Pedro Páramo”). A pesar de sus buenas intenciones, su lectura de “contexto sociopolítico” (el tropiezo de motor constipado de esas palabras debería ser razón de sospecha) restringe la historia a los confines de un programa político o de un drama social y menosprecia su poder mítico, universal e intemporal, que tras 70 años de publicación está intacto con sus visiones sobre el anhelo del paraíso, la proximidad del infierno, el infortunio de haber nacido y los escombros remotos y ajenos de la esperanza.

‘Nos han dado la tierra’ es un relato corto (seis páginas en esta edición) en el que cuatro caminantes cruzan un llano agrietado y seco persiguiendo un pedazo de tierra benévola para afincarse. El llano se llama Llano Grande y se lo dio el Gobierno, aunque incluso antes de pisarlo sabían que era una terregal hostil donde, aparte de unos matorrales insustanciales y unos conatos de yerba, la vida era pura brisa caliente y desierto. Avanzan sobre ese “camino sin orillas”, sin embargo, haciendo pausas para escrutar el cielo que promete lluvia y no llueve. El viento que viene del final del llano trae un río, árboles, un pueblo: “Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza” (la esperanza que, por cierto, también induce al viaje en Pedro Páramo: “Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo [...]”). En las últimas líneas del relato, tras destreparse por colinas de polvo antiguo, con el horizonte del río y de los altos pájaros circulares casi a la mano, uno de los caminantes, Esteban, se detiene y anuncia que se va a establecer en esa porción marginal del llano con su gallina somnolienta. El resto continúa, sin responder a su entusiasmo, “más adentro del pueblo”.

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Un problema de cartografía

Dotar a ‘Nos han dado la tierra’ de unas coordenadas históricas específicas es, sobre todo, negar la cualidad intrigante, inevitable y central que salta al oído en cuanto se leen las primeras líneas: la respiración paradójica y doble, la composición de minotauro, de su voz mexicana y universal.

En vez de imponer una posición en el espacio y el tiempo con el nombre de algún pueblo y de algún presidente, Rulfo, en una acrobacia de narrador sagaz, emplea dos registros de vocabulario: por un lado, cuando denomina los accidentes geográficos y políticos, echa mano de un vocabulario genérico (el arroyo, el río, el pueblo, los cerros, el Llano, el Gobierno, el Centro), e incluso cuando parece utilizar un nombre propio (como el de Llano Grande, que queda en Jalisco) el vocabulario sigue siendo genérico (un llano grande); por otro, cuando nombra las cosas y las acciones más familiares a los personajes, acude a palabras rabiosamente mexicanas en su tono y sus evocaciones (desde elementos de la naturaleza como huizache, zacate, tepetate, zopilotes, tatema, casuarinas, paraneras, chachalacas, hasta verbos como pepenar, mercar, retachar y zangolotear). Parece sugerir que las denominaciones geográficas son accidentales, engañosas e inútiles para indicar una posición en el mundo y por eso deben tratarse con cierta distancia abstracta, cierta frialdad nominal, y en cambio los nombres con que se denominan las formas de vida y los actos que se alternan en el camino con los caminantes, como las plantas (huizache, zacate), los animales (zopilotes) y el rigor del sol (tatema, el calor), son las únicas coordenadas reales, la única brújula y la única posibilidad de orientación en ese llano desparramado (en Pedro Páramo, los olores del aire y el ardor del sol predominan al ubicarse en el tiempo: “Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias”). Es también interesante, y constituye una incursión imprevista en las jerarquías mentales y verbales de Rulfo, que las palabras más mexicanas y menos genéricas sean las que describan un grado mayor de distinción y, por lo tanto, de realidad, de verdad y de conexión con lo profundo.

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El hábito del narrador de eludir los nombres concretos del río o del Gobierno podría revelar otro aspecto: su desorientación en el mundo, que consigue remediar sólo en cierta medida aferrándose a los nombres familiares de las plantas y los pájaros. De modo que no se trata sólo de una elección de registro de Rulfo, de un capricho de la retórica, sino también de una caracterización interna de sus personajes y sus espíritus, gobernados no sólo por la desorientación, sino también por la incertidumbre, la injusticia, la soledad y la incomprensión (el primer sonido que les llega, tras “tantas horas de caminar sin encontrar una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada”, es el ladrido de un perro: no una palabra con significado e intención, sino un rugido primitivo sin contenido, una señal de vida, sí, pero tan pobre y banal como la soberbia del delegado y como la llanura pálida en que ahora tendrán que arañar una vida).

El choque de los registros de vocabulario encarna y compone esos sentimientos, que ocurren de modo simultáneo en el interior de los personajes, en la superficie del relato y en las formas del ambiente. En Rulfo, como en Tomás González, la naturaleza es otro personaje y una extensión descriptiva de los tumultos íntimos. Forma, fondo y escenario son una sola y misma cosa.

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De la elocuencia vulgar

Ocurre también que, por su falta de singularidad, el primer conjunto de palabras (el arroyo, el río, etcétera) pertenece al rango de lo mítico, de lo antediluviano y lo prehistórico, mientras que el segundo (huizache, zacate, etcétera) se inclina hacia el dominio de lo terrenal y lo idiosincrático. En esa región de tensión entre la mitología y la vulgaridad (la misma tensión abunda en este cuadro de Velásquez), el cuento de Rulfo crea su propio terreno, una franja volátil y aérea parecida a la de los sueños, donde el tiempo es flexible y sólo lo más cercano parece tangible y verificable mientras que el contorno flota en una película de agua azul en constante surgimiento y desvanecimiento. El hecho de que los personajes apenas tengan nombres y ningún apellido y de que el narrador sea como mucho un yo que esboza un pasado y un cierto origen acentúa los bordes tenues y borrosos de esa llanura de la imaginación.

No se trata (como insiste de nuevo en su introducción el encargado de la mencionada edición de El Llano en llamas) de una locación en México, en un año de la década de los cincuenta, en un ambiente político de reforma, sino de una extensión poética que desborda lo nacional y lo histórico: son un espacio y un tiempo exclusivos del relato, autónomos hasta la raíz y sólo justificados por la elevación de su aparato poético. Lo mismo ocurre, a pesar de la apariencia de precisión que le da su nombre, con la Comala de Pedro Páramo, un pueblo que se sitúa, con sus dejes mexicanos, en el centro mismo del rencor. Absorber, deformar, inventar: los tres principios de la composición literaria.

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De modo que leer un cuento de Rulfo o leer Pedro Páramo es habitar las llanuras y contemplar los fantasmas que pueblan, no algún cuajarón de polvo y sol en México, sino el cráneo de Rulfo. Todo escritor es una península, crea sus propias coordenadas y determina el rumbo y el recado de sus vientos. Sus libros son los registros de una cartografía metafísica.

El amalgama de ambos conjuntos de palabras afecta, por supuesto, el tono y las cadencias de las oraciones, que en el caso de este relato y de toda la obra de Rulfo suenan a la vez mundanas, rurales y cultas, como las de Céline y las de Vallejo. Esta, por ejemplo, en que la contemplación de una gota de agua termina en un vulgar salivazo y en que la tierra adquiere las ansiedades animales de la sed: “Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. [...] Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed”. O esta, cuyo tono es informal, pero cuyas figuras (los ojos que se estiran, el sol que cuelga) son literarias: “Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol [...]”. O esta: “Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate para que la sembráramos”. Pasa de la incorrección armoniosa que caracteriza a una voz no literaria (el circunloquio de “salen a asomar la cabeza por encima de” en vez de “asoman la cabeza por”) y el coloquialismo (“la tatema del sol”) a la astuta impropiedad de “enfriarnos del sol” (en vez del común y corriente “cubrirnos del sol”) y la sofisticación metafórica de la “costra de tepetate”. En el molde de la antigua literatura, Rulfo introduce, con minucia de orfebre, sus preciosos materiales mundanos.

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Rulfo de la mano de Dante

Como el terreno de ‘Nos han dado la tierra’ está abarrotado de ambivalencias intensas en el vocabulario, los elementos menos definidos, como el llano y el pueblo, tienden también a evocaciones intensas.

El pueblo al final del llano suena como un paraíso siempre a distancia con sus aguas verdes y refrescantes, con su comida y sus placeres del estómago, con su olor de gente y de humo y su ladrar de perros; el llano suena a una existencia infructuosa y sin esperanza en que el esfuerzo bestial del cuerpo nunca basta para hacer florecer el suelo: “No, el llano no es cosa que sirva. No hay conejos ni pájaros. No hay nada. [...] Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”; el delegado y el Gobierno son las voluntades oscuras del azar y el caos que jamás se dignan a explicar sus decisiones ni a reparar sus agravios. El camino sobre la llanura se parece mucho al camino de una vida común: al comienzo de la caminata eran veintitantos y ahora son un puñado de cuatro; en el futuro del viento permanece la promesa de mejores lugares, que les llegan a trozos, mientras que en el presente del llano parco no hay de dónde agarrar ni ánimo ni ilusión; ya no se habla porque en el calor, en la cumbre de la temperatura y la irritación, ya no hay de qué hablar; la extensión del camino no se corresponde con la extensión de lo caminado, que se alarga por el vaivén de los pensamientos y de la desesperación: “Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado”.

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Al final, cuando comienzan a descolgarse por la tierra buena cerca de las vegas del río y sienten la proximidad de una recompensa, los alegra el polvo que se levanta a su paso “después de venir durante once horas pisando la dureza del llano”: el llano es tan recio y tan riguroso que se alegran de probar el polvo inerte.

En esa zona de ambigüedad, hasta las acciones de los caminantes se desdoblan y parecen irreales, como cuando el narrador, refiriéndose a los zopilotes, dice: “Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando”. Hombres que avanzan retrocediendo o que retroceden avanzando: de haber sido incluidos en los círculos del infierno, los caminantes habrían sido figuras oscuras caminando sobre un largo erial con la cabeza volteada hacia sus espaldas. Aquí Rulfo está más cerca de Dante que de cualquier Gobierno de la Reforma Agraria, y también más cerca de Beckett (cuando se publicó El Llano en llamas, se publicó también Esperando a Godot) cuando Esteban se apropia de su porción de tierra seca tras unos arbustos de desolación y no se sabe si su conquista es una garantía de felicidad o el espacio en donde abrirá el hueco de su tumba.

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Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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