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UNO
El verso libre no es tan libre. Por su falta de rima, por su obstinada reticencia a la regla silábica, por sus estrofas asimétricas y por su indiferencia ante la métrica clásica, el poeta sin criterio supone que se trata del verso más fácil de ejecutar: prosa partida en versos.
Por eso se publican con confianza poemas como Cuerpos de Juan Manuel Roca: “Ah: volver a visitar tu más / húmedo lugar a horas imprevistas / mientras abres la página en blanco / de tus piernas”. El cese de las reglas clásicas produce, en este caso, un poema pobre y perezoso: la selección de adjetivos es elemental (imprevisto para hablar de las horas, del tiempo, y húmedo para la vagina) y su única metáfora cae en la obviedad (unas piernas que se convierten en una página en blanco), en la miseria conceptual (se entiende que llenar esa página en blanco depende del hombre que las describe), en la ceguera exploratoria (el que describe dichas piernas es incapaz de ver su historia y prefiere suponer que están vacías) y en la contradicción narrativa (si volverá a visitarlas, ¿cómo es posible que estén en blanco?).
Dichos vicios se encuentran también en los versos clásicos. El verso libre no es culpable de la mediocridad: ningún metro poético puede dulcificar la falta de talento. Sin embargo, como en apariencia no exige un conocimiento de la métrica y cualquiera puede acceder a él, el verso libre es un territorio donde esos vicios parecen más extendidos.
El verso libre, en teoría, permite que el poeta escoja sus propias reglas y, por contraste, sus propios límites. En ese sentido, es quizás el género más exigente: adiestrar el ímpetu individual requiere más esfuerzo que ceder a las reglas de la tradición.
DOS
En una carta, la poeta polaca Wislawa Szymborska reprochó a un escritor debutante su falta de cuidado con el verso libre: “Nos apena que considere usted el verso libre como una liberación de todo tipo de reglas […]. La poesía […] es, ha sido y será siempre un juego y no existe un juego sin reglas”.
Las reglas del juego, en el metro clásico, están definidas: según los pies, los acentos, la composición de la estrofa y los finales, se determina el tipo de verso, su utilidad y su tradición. Sabemos cómo construir un pentámetro yámbico como sabemos levantar un edificio.
En cambio, sistematizar las reglas del verso libre resulta menos sencillo. La extensión de los versos es impredecible; el número de sílabas es impreciso; las rimas, si existen, carecen de una matemática interna y parecen más producto del azar; las líneas se encabalgan bajo un esquema desigual. Si la métrica fuera una medida de la dirección del espíritu, el verso libre nos diría que está desorientado y en harapos.
TRES
El desorden es aparente. El verso libre no necesita rima, ni encabalgamiento, ni una extensión silábica precisa —no al menos en un sentido clásico—. Su tradición extensa ha creado sus propios códigos. Quisiera observar algunos con el examen fugaz de dos obras. Estos son los versos de apertura de Leaves of Grass de Walt Whitman, que cito en su lengua de origen para entender su estructura con más facilidad: “I celebrate myself, / And what I assume you shall assume, / For every atom belonging to me as good belongs to you, / I loafe and invite my soul, / I lean and loafe at my ease… observing a spear of summer grass.”
Las repeticiones, tanto del sujeto —el yo— como de los verbos subrayados, construyen su música interna, y esa música interna, a su vez, da sentido al fondo, a la celebración que anuncia el primer verso. Dos assume, dos belong —en dos conjugaciones distintas— y dos loafe hacen de pilastras para levantar la estructura. Se repite, como una oración, esa exaltación del yo.
De otro lado, cada afirmación parece abrirse a otra, de modo que la celebración nunca acaba y se vuelve meditativa. Comienza en el yo —I celebrate myself— y termina en la hierba —a spear of summer grass—. El poema sirve para rumiar. Algo similar sucede en los versos del inglés William Blake (la traducción es de Fernando Castanedo en Cátedra): “Durante la siembra, aprende; en la cosecha, enseña; y en invierno, disfruta. / Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos. / El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría. / Prudencia es una doncella vieja, rica y fea, y a la que corteja Ineptitud. / El que desea pero no actúa cría podredumbre”.
Se suma a la musicalidad y la meditación un tono de solemne didactismo. Blake está enseñando algo: cada línea es en realidad un aforismo, una unidad independiente, sentenciosa y circular. Tiene un color bíblico, como el de Whitman, y carga reminiscencias de los versículos. De hecho, este bloque —que pertenece a El matrimonio del cielo y el infierno— se titula Proverbios del infierno.
De modo que el verso libre —o al menos su rama más interesante— no es tan libre: se afinca en una musicalidad poética y en una exploración intelectual que se debe a la tradición de los versículos, el proverbio y el aforismo. Esos tres géneros elevan su tono y lo acercan a la exploración metafísica, casi religiosa.
CUATRO
Numerosos autores, como John Donne y George Herbert, habían explorado el espacio metafísico a través de métricas clásicas. W. H. Auden lo hizo en el siglo pasado. Quiero decir: el verso libre no tiene un dominio exclusivo sobre esas cuestiones, ni tampoco es el único aparato por el cual se pueda acceder a ellas. Por eso es preciso preguntarse por qué la poesía de mitades del siglo XX hacia acá prefirió este mecanismo.
¿Creía, de manera ingenua, que la métrica era una restricción? ¿No percibió que formas en apariencia tan libres —el proverbio, por ejemplo— pueden ser también una trampa para explorar sólo conceptos muy limitados? ¿Supuso que era más sencillo trasladar la poesía hacia los dominios de la prosa sin darse cuenta de que, al contrario, tenía que buscar nuevos útiles poéticos para justificarse? Se suponía que el verso libre —libre de ataduras métricas— abriría aún más las puertas de percepción. Suponía, por derecha, que la métrica era una piedra colosal que trancaba la puerta. ¿Se engañaron y tal vez la métrica no sea el muro que constriñe sino la llave que abre la puerta?
Quizás la poesía necesitaba liberarse de un esquema que la volvía en exceso artificiosa. La poesía verbosa del siglo pasado colombiano acusa ese vicio: incluso Barba Jacob, el más elevado, tendía a convertir el discurso poético en una galaxia de rimbombancias abusivas. Si el verso libre buscaba asemejarse, entonces, a un discurso cotidiano y oral, su tarea se convertía apenas en una grosera transcripción.
Pero la poesía no podía perder, con métrica o sin ella, esa perspectiva sorpresiva y mítica sobre la realidad. El discurso puede ser más simple en sus elementos, pero tan elevado como la métrica más rigurosa. Lo probó Raúl Gómez Jattin en El Dios que adora: “Soy un dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago / Porque me inclino ante quien me regala / unas granadillas o una sonrisa de su heredad / O porque voy donde sus habitantes recios / a mendigar una moneda o una camisa y me la dan”.
