Costas extrañas

La guerra resuelve cualquier problema

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J. D. Torres Duarte
02 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.
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El hombre en suspenso (Dangling Man, en su versión nativa) es la primera novela de Saul Bellow, publicada en 1944. Contiene el diario de Joseph, un hombre cercano a la treintena, al borde de la desesperanza, que aguarda el llamado del Ejército para ir a la guerra tras presentarse de manera voluntaria.

La espera se alarga por cuestiones burocráticas. Mientras tanto, Joseph sucumbe al desespero, el aburrimiento y el autoanálisis. Comienza su diario así: “Hubo un tiempo en que las personas tenían el hábito de dirigirse a sí mismos con frecuencia y no sentían ninguna vergüenza al resguardar sus transacciones internas. Pero tener un diario en estos días es considerado una suerte de autoindulgencia, una debilidad, de mal gusto. Porque esta es la era de los fuertes”.

Joseph se rebela contra ese “mandato del chico rudo”. De manera intermitente, entre diciembre de 1942 y abril del año siguiente, registra sus afrentas con su esposa, sus padres, sus suegros, sus viejos amigos. Sus anotaciones son peculiares: agregan datos irrelevantes para quien escribe un diario. “Mientras tanto Iva, mi esposa, me ha apoyado”. Joseph sabe quién es su esposa: no tendría por qué incluir esa información si se trata de un diario en el que se dirige a sí mismo. Ocurre igual más adelante: “Mi suegro, el viejo Almstadt…”, “Me topé con Sam Pearson, el primo de Iva…”, “Ayer tuve una charla con el señor Fanzel, el sastre…”. Quizás sea un error de principiante. O quizás el diario tenga un destinatario —a quien no conocemos— y sea necesaria una guía.

Como sea, es insuficiente para minar la gran pintura. El hombre en suspenso tiene, como todas las primeras obras, los retoños inseguros que tomarán mejor forma en la producción posterior (en el caso de Bellow, en novelas como Herzog y Las aventuras de Augie March). Aquí hay dos registros de voz: el primero es vulgar, quizás, o más bien descriptivo; el segundo es filosófico, elevado, meditativo. Bellow tenía 29 años cuando publicó esta novela. Pese a su posible inmadurez y a que su tono sucumbe en ocasiones al mal juvenil de explicarlo todo con aparente sabiduría, Joseph evoca imágenes sugerentes.

Dice en la mitad de su diario: “Las nubes se recortaban contra una masa de estrellas que parloteaban en la negrura hemisférica —el universo, esta medianoche de viento, en su asunto eterno”. Las estrellas que cuchichean (chatter) y la sensación de mirar en silencio ante un infinito apabullante (out on his eternal business) son observaciones poéticas y, por lo tanto, lejos de lo común.

Una impresión similar deja esta descripción (atención, sobre todo, a los adjetivos que acompañan a cada color) de su barrio: “El sonido se engrandeció y la visión se extendió; el rojo era tosco y sangriento; el amarillo, claro pero delgado; el azul, cada vez más acogedor. Todo salvo el amarillo propio del sol que quebraba la mitad de cada calle, partiendo en dos todas las cosas en pie —objeto y sombra”. Es una clase breve de cómo una simple descripción puede convertirse en una expresión del espíritu (objeto y sombra son, por ejemplo, Joseph y su diario).

En otras partes se encuentra un tono aún más elevado: “Ahora hablemos de nuestros planes, nuestras utopías. Son peligrosas, también. Pueden consumirnos como parásitos, comernos, bebernos y dejarnos postrados sin vida. Y aún así siempre invitamos al parásito, como si anheláramos ser drenados y devorados”. Y más atrás: “Los problemas, como el dolor físico, nos hacen conscientes de que estamos vivos, y cuando hay poco en nuestra vida para aferrarnos y removernos, los buscamos y los apreciamos, prefiriendo la vergüenza o el dolor que la indiferencia”.

Ambos tonos son la respuesta de Joseph ante un mundo en el que está incómodo: es un inútil, está desempleado, pretende ejecutar una serie de ensayos sobre filósofos en su inacabable tiempo libre —aunque nunca se pone en acción— y nota, de manera gradual, que carece de vínculos emocionales con cualquier persona, incluida su esposa. ¿Por qué no, entonces, lanzarse a la guerra? La guerra, al menos, eliminaría la ansiedad de planear el futuro y también el deber de hacerse cargo de sí mismo (“Ya no soy responsable de mí mismo”, dice el día en que lo convocan, “estoy agradecido”).

El crítico estadounidense Edmund Wilson dijo que esta novela era un testimonio honesto de “la psicología de una generación entera que creció durante la Depresión y la guerra”. Quizás, pero es una apreciación coja. En principio, Joseph alega su derecho a hablar consigo mismo, a ser libre ante un mundo hostil. Poco a poco, cede su ideal, minado por el aburrimiento y la ineptitud, a una guerra que en realidad desconoce (no parece estar muy atento a las novedades de los frentes). Al final, el llamado del Ejército es su mayor motivo de felicidad y podría decirse que es su único medio para ser libre de sí mismo, de sus deberes, digamos, espirituales. Quizás eso faltó en la apreciación de Wilson: Joseph es el retrato de quien se somete sin mucha resistencia, casi por fatiga, ante un absurdo.

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