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La hija de Tántalo

J. D. Torres Duarte

05 de octubre de 2022 - 12:30 a. m.

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Traducir un texto literario (un poema, digamos, una novela) supone para el traductor un rol doble y paradójico: el primero, igualarse al autor del texto original al convertirse él mismo en el autor de un texto en una lengua nueva; el segundo, restringirse al mapa verbal e imaginario que trazó el autor. Si hubiera sido registrado en los bestiarios, el traductor habría aparecido como una bestia bicéfala, con un racimo de ojos, todos ahumados de ceguera. El traductor es maestro y es esclavo: un caballo que cuando arranca en un galope desbocado sobre campo abierto corrige su curso con el látigo de su melena.

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Hundido en las palabras del autor, con el espíritu empeñado en reconstruir los afectos y las tensiones entre el autor y su lengua, un traductor asume quizás un tercer rol: el de doppelgänger, el de gemelo de circunstancia. De tanto leerlo y de tanto cantarlo, llega a encarnar el texto como si fuera propio, como si sus sentidos fueran una extensión de los del autor, y en esa transformación tiene la impresión intermitente de ser un actor, un intérprete con cierto rango de libertad, aunque al final de su jornada de trabajo, en la fatiga de los inventarios, tenga que admitir que fue más bien un títere: una figura fofa que vacila sin albedrío sobre un escenario de sombras largas y que yace en el suelo, vacía de sentido y energía, una vez el titiritero se ha marchado.

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Un traductor tiene, a pesar de su papel de pálido embajador, un imperio, modesto pero abastecido a tope, donde gobierna sin disidencia: el de las palabras de su lengua. Él escoge las emisarias más fieles al sentido del texto original; él las configura en una nueva música según la afinación de su oído; él le impone al texto de origen nuevos parentescos etimológicos; él es dueño de las pausas y los acentos.

El traductor es un contrabandista: inserta al extranjero, camuflado en ropas de tradición y dotado de un acento nativo, en otra tierra.

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Pero de tanto roce y arrastre el camuflaje cede, y las resonancias de sus nuevos parentescos y el andamiaje de su nueva música parecen pertenecer a otro texto, a otro autor. Leer a Borges en inglés o en francés es leer a un Borges reducido, reseco, macilento: un gaucho que alarga una mano de limosna al borde del Sena mientras carga en sus bolsillos internos manojos de oro. El traductor encuentra entonces que su versión en la lengua de llegada es como un hermano del original; con los días, le parece que es más bien un primo de segundo grado, hambriento y con el sueño a cuotas; meses después, le parece una sombra en un día de sol gris. Aunque existan sombras hermosas y sólidas, el traductor admite que su versión, incluso en sus pasajes memorables, vagará en la órbita del original sin alcanzarlo nunca, como Tántalo cuando estira su boca de sed hacia el agua y el agua se aleja. La traducción más rica sufrirá siempre de un aliento de orgullosa pobreza.

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En algún punto de sus noches, el traductor (o la traductora: supondré que se llama Ánima Arrabal, mejor Alma Arrabal, mejor sólo Arrabal, de padres colombianos, criada en Sudáfrica) sopesa la idea de que quizás toda la literatura es una traducción. Piensa que, del mismo modo en que ella está rearmando un texto desde otra lengua (ahora traslada al inglés el Pierre Menard, autor del Quijote de Borges para una publicación universitaria en Ciudad del Cabo), desde el principio de los tiempos los libros se han dedicado a rearmar otros libros: Paraíso perdido recompone ciertos pasajes de la Biblia; del infierno de Dante y de las sinuosidades de Proust se desprenden Fin de partida y Malone muere; Ulises es una traducción, en clave irlandesa, de la Odisea; en las Metamorfosis de Ovidio resuenan Sófocles y Eurípides; la Metamorfosis de Kafka es, puede apostarlo, una reescritura de la Dafne de Ovidio en una habitación praguense.

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Arrabal intuye que esta es la forma más adecuada e imaginativa de traducir (traduce, en inglés, significa traicionar, malinterpretar): la que olvida el orden formal del texto, las peculiaridades geográficas de sus personajes, su línea de eventos, para entonces componer un texto cuyos aires corresponden en casi todo al original, pero cuyas formas difieren en casi todo del original. ¿No ocurre así con sus padres, ambos muertos, este noviembre hará diez años? Ella es una réplica de su aire, de su aire doble, pero es también otro cuerpo. Alguien escribió alguna vez (¿Dante Gabriel Rossetti?) que el ambiente rural de Cumbres borrascosas no era más que una sede del infierno.

Esta forma de traducción, sin embargo, supondría una imposición abusiva de la voluntad del traductor, donde el texto de origen se reduce a una fuente secundaria o incluso es consignado al olvido. Además, como cada traductor construiría una interpretación diferente de los mismos eventos, esto podría promover una plaga de malinterpretaciones destinadas a reproducirse hasta el infinito. ¿O es que la literatura consiste ante todo en eso: en una espiral, reiterativa, monótona, de malentendidos?

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Una noche, un colega le pide a Arrabal que dicte una conferencia sucinta sobre su experiencia de traducir a Beckett (su versión de Malone muere, escribió un crítico en El Espectador, “convierte a Malone en un habitante más de una podrida vecindad de provincia: un Gómez Jattin a media mortaja”). Un mes después, Arrabal sube ante el atril y lee su conferencia. Se concentra poco en sus palabras y más en el vivero de cabezas que se yerguen y se hunden en sus cuadernos de notas: son las caras de quienes han traducido al español a Dante, Faulkner, Szymborska, Kipling, Ajmátova. Piensa que en algún sentido oscuro, en porciones enteras de su corazón y de su cerebro, son Dante, Faulkner, Szymborska, Kipling, Ajmátova. Pero ningún alma en la calle se les arrojaría en reverencia: son sombras. Siempre quiso dictar una conferencia ante una audiencia de fantasmas.

Cuando se calla tras diez minutos de intervención, alguien entre el público levanta la mano. Pregunta: “Me llama la atención que a lo largo de su conferencia usted usa el término ‘lengua natural’ en vez de ‘lengua nativa’. ¿A qué se debe?” Se sorprende de que los fantasmas de la audiencia, entidades gaseosas, hagan preguntas tan sólidas. Ella también sospecha, a pesar de sus cuarenta y tres años y de la lejanía que la separa del desmoronamiento, que es un fantasma: siente que con los días, que traen uno tras otro una versión cada vez más descascarada de su nombre, se va opacando como la sal, en su tránsito hacia la transparencia.

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Arrabal contesta: “En el término nativo se esconde, creo, un orgullo patrio, una vinculación con la tierra, con la geografía. La lengua nativa sería, entonces, la lengua inevitable de ese territorio: una lengua que está ligada a él tanto como sus árboles a su suelo. Pero la lengua se puede imponer ahí donde no existía antes y es, de hecho, el vehículo de la imposición (y también de la unificación): el español se impuso en los territorios americanos en detrimento de las lenguas indígenas; el inglés y el alemán y el francés, en los africanos. Todas las cosas de un territorio se pueden amoldar a una lengua u otra: la lengua es un fenómeno artificial. Dudo, incluso, de que a los humanos les fuera dado crearla: sospecho que la lengua no estaba incluida en los designios de la evolución, y que la lengua fue la primera muestra de la irrevocable voluntad humana, de su ansia de oblicuidad.

“Pero me desvié. Hablar día tras día una lengua puede dar la impresión de que es inevitable, de que ella nos estuvo destinada desde siempre, de que ella y sólo ella puede expresar las formas sin forma de nuestro pensamiento y de nuestro entorno. Pero es un engaño: esa lengua, en verdad, ha sido naturalizada (por eso la llamo lengua natural) hasta tal punto que nuestra voz no puede actuar por fuera de sus estructuras. Esa familiaridad es, además, aparente. La lengua es un aparato ajeno y exterior: una entidad extraña, oscura, apartada de nosotros por un inmenso abismo que hemos ido menguando con la exposición diaria. Con mucha frecuencia, sin embargo, su lejanía (y su frialdad, me gustaría agregar) se manifiesta de nuevo en la imposibilidad de explicar o ilustrar las cosas que se sienten o se ven o se escuchan. ¿Quién no se ha sentido desorientado al tratar de poner en palabras lo que le pasa en las vísceras? A diario, la lengua produce en el hablante un duelo: el duelo de quien se confía a un padre y es abandonado y olvidado, el duelo de quien recuerda su condición de exiliado. La lengua, incluso entre quienes mejor la dominan, es siempre extranjera. Hablar una lengua es vacilar en los bordes de la mudez”.

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Arrabal acaba de ver Ran de Akira Kurosawa, se levanta, acoraza la puerta de entrada con doble pasador y va de cuarto en cuarto apagando las luces que enciende ocaso tras ocaso para inducir la ilusión homeopática de que esos ámbitos blancos, bajo el imperio restablecido del polvo y el eco, donde hace años dormían y se aburrían sus padres y los hermanos de sus padres, rebosan de labores. En el cimbronazo de oscuridad, contempla el cuajo negro que se encarama palmo a palmo sobre los muebles que se duermen. De tanto cansancio (en el día, bregó en una traducción de Conrad), piensa poco, pero podría estar pensando esto: que hasta para componer una oscuridad se necesita un paciente brazo de excavador.

Antes de dormir, escribe en sus notas: “Kurosawa interpreta (o traduce) el Lear de Shakespeare alterando el origen de los personajes, el escenario, las vestimentas. Demuestra que esas son cualidades superficiales. Pero Ran conserva el espíritu de Lear, incluso más fiel y más vivo que en la recitación sin desvío ni pausa de los libretos de Shakespeare en un teatro londinense. ¿Qué es, entonces, la autenticidad? El respeto por el fondo del material, no más: por los espíritus que invoca. Tengo la impresión, además, de que Kurosawa se limita a seguir el ejemplo de Shakespeare. Cuando Shakespeare escribió Lear, él también ejecutó una traducción. Tras mucho leer en los libros de historia sobre la leyenda de ese rey antiguo, Shakespeare había acumulado en su cabeza un nudo deforme de eventos dramáticos y absurdos. Entonces tuvo que separarlos, darles forma y dirección, imponer orden y jerarquía: tradujo la bruma de su cabeza en una serie de escenas en inglés. Esa fue, en verdad, la primera traducción de Lear: de su imaginación a las cuencas del inglés. Traducir es traducir de nuevo. Y, sin embargo, en nuestro oficio estrecho, un traductor jamás conseguiría actuar con la libertad de Kurosawa sin dilapidar su reputación”.

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Arrabal escribe enseguida que un traductor ya arriesga bastante su pellejo en la paradoja diaria de desempeñar un rol doble como autor y sirviente de otro autor. Su lámpara de cuello de garza lanza marejadas de sombra, trenzadas, torcidas, contra las paredes. Entonces en su cabeza flota en una luz mediocre la imagen del traductor como una bestia extraña y escribe, con furia, con un tajo de miseria: “Si hubiera sido registrado en los bestiarios, el traductor habría aparecido como una bestia bicéfala, con un racimo de ojos, todos ahumados de ceguera”.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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