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Costas extrañas

La novela vive por la liberación de su forma

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J. D. Torres Duarte
17 de mayo de 2023 - 02:00 a. m.
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La novela vive por la liberación de su forma. Ninguna novela de peso y de importancia es igual a otra. Su clave es ser extraña a perpetuidad: ajena a su género hasta la mañana en que se desgaje el sol. Al mismo tiempo es parecida a las que la precedieron, puesto que está hecha de palabras y tampoco puede renegar de sus herencias. Pero insiste en desatarse, refrescarse, volverse raíz aunque sea rama: la serpiente que muda de piel, pero sigue siendo serpiente.

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Harold Bloom, quizás fue Harold Bloom, anotó en algún punto de su bibliografía infinita que la clave del genio es la rareza. Fernando Vallejo, en Logoi, sugiere de capítulo en capítulo que la impropiedad es la clave del estilo: a mayor grado de impropiedad, mayor su torcimiento de la realidad y mayor su belleza y menor su compromiso con la convención y el tópico. La belleza, que es el aire en que respira el arte, aspira a la torcedura y a la rareza, al desvío y a la singularidad. En Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, la luz de cierta iglesia está hecha de polvo: no es que el polvo esté flotando en la luz, sino que la luz misma está compuesta de polvo, la luz es carne de polvo. En Pedro Páramo, los gritos de unos niños asumen el tinte del cielo del atardecer: el sonido se trueca de repente en color, o el sonido fue siempre color y sólo Rulfo lo notó. Ambas apreciaciones son raras, es decir, escasas y únicas, y constituyen una visión, un conjunto de deformaciones y mezclas heterodoxas que conforman el patrimonio de un escritor y que a pesar de llamarse visión no ocurren sólo en la región de los ojos. Un escritor no tiene casa, ni contratos, ni fama: sólo tiene una visión.

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¿Por qué se llaman novelas Don Quijote de la Mancha, La pasión según G. H., El conde de Montecristo y El extranjero? ¿Cómo caben las cuatro bajo la misma sombra de la novela cuando sus cuerpos suponen anchuras y alturas y profundidades a veces irreconciliables? Porque la novela es un ejercicio de oscuridad: es un terreno ignoto, cartografiado a medias aunque sus coordenadas, en los libros de instrucción de las maestrías de escritura creativa, parezcan definitivas, y la oscuridad anima múltiples modos de tanteo. La novela es un cosmos, cosmos es una palabra más adecuada, pues está en constante expansión, sin origen ni destino claros, sus límites (los límites que se alcanzan a vislumbrar en el extremo de los aparatos de observación) son apenas presumibles, y los vastos espacios de vacío entre sus galaxias y la variedad de sus especies gaseosas y sólidas no impiden que todo sea abarcado bajo el nombre del cosmos. En un espacio de esa magnitud, donde incluso la palabra magnitud teme perder el dominio de las medidas, donde incluso jadea la finita palabra infinito, es posible que ocurran simultáneos fenómenos explosivos de nacimiento, distantes entre ellos pero con elementos en común, que no dependen de la suerte de otras estrellas y en cambio fundan nuevas. De modo que en esa anchura cuya sustancia es sobre todo oscura pueden convivir En busca del tiempo perdido y El silenciero y La isla del tesoro, y en donde antes había un espacio infértil y hueco puede eclosionar, con las sobras errantes del universo, una piedra que da luz.

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La única justicia y la única política de la literatura es la belleza. Su resarcimiento y su sentencia es la eufonía. Equilibra cantando el malvivir.

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El concepto de progreso, que se ajusta tan bien a la tecnología, no se ajusta bien a la historia de la novela. Es ingenuo sostener, dice Kundera, creo que es Kundera, que una novela de Gide, por su posición adelantada en la cronología, es mejor que cualquiera de Diderot o de Dumas o de Rabelais. Eso no significa que la novela no sea también una tecnología: una herramienta que otorga el don de domar lo inestable y lo oscuro. No de domarlo, me equivoco, porque se sabe de animales que incluso amarrados arrasan con la tierra, sino de establecer un enlace, un enlace que por ser apenas inquisitivo no es menos fuerte. Todo aparato tecnológico, que tiene aire de finalidad y límite, es también una incertidumbre sobre sus debilidades y sus mejoras: es una pregunta.

Y si el bombillo fue inventado para negar y espantar la noche y extender el día, ¿para qué se inventaron los signos de la escritura? Una hipótesis: para traducir la masa oscura del cerebro. Para negar y espantar la noche del cráneo. ¿Y la novela para qué se inventó? Otra hipótesis: para volver imagen y pompa el caos.

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La novela, como una envoltura al sol, también se anquilosa y palidece. A veces ocurre por la imposición insidiosa de un tema y de una forma. La literatura colombiana (o eso que se agrupa bajo literatura colombiana: es engañoso y miope ponerle nacionalidad al infinito) venera La Violencia. Todo autor, para graduarse ante los medios y la crítica y ser admitido en el pequeño panteón de los pequeños, debe retratar con crudeza La Violencia inacabable, y conmover al lector con su encomienda de muertos y su letanía de masacres, y aspirar a la etiqueta de novela militante. El tópico y la mala prosa se renuevan según los tiempos: cada generación concibe su reivindicación sin ritmo. El problema no es La Violencia, claro, sino que La Violencia sea el único problema, y también que su forma mayoritaria de exposición carezca de inquietud por la prosa de que se sirve y que suponga que la sola escenificación de unas muertes equivale a un logro estético. Se responderá: pero ahí está Los ejércitos, ahí está La virgen de los sicarios, ahí está Abraham entre bandidos. Sí, pero son su ritmo y su prosa y sus obsesiones existenciales los que elevan su tema a su carácter universal. No escriben sobre La Violencia, sino sobre la violencia, y sobre el horror luminoso, y sobre el espanto y la extraña belleza de estar vivo, de quedar vivo, con el oído calibrado según las fluctuaciones de las palabras. No se dejan someter al contexto pequeño. Aspiran al aliento de la Ítaca de Homero. En el ensayo sobre las novelas del western de John Williams palpita una idea que describe bien las flaquezas literarias de La Violencia: los escritores del western compusieron sus secuencias de héroes e indios bajo el supuesto de que sus historias eran épicas, cuando en realidad eran míticas. Al buscar la verdad de su objeto, erraron al haber perseguido un recuento de aventuras, cómicas o trágicas. Debieron haber compuesto un mito: una figura mayor que sus circunstancias y su cuerpo, que aspirara al gozo y al abismo de ser uno y todos. Mucha novela realista, poca novela verdadera.

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Entre 1947 y 1951, Samuel Beckett escribió a mano tres novelas y una obra de teatro en una serie de cuadernos de colegio. Los manuscritos, que están resguardados en alguna universidad, revelan apenas un puñado de tachaduras, y su caligrafía, recostada, veloz, intuitiva, como un cinturón de árboles inclinados por el viento, reboza seguridad. Podría quedar la impresión de que el suyo fue un trabajo de la inspiración: del transitorio recurso a una divinidad que le cedió las iluminaciones y lo utilizó como transcriptor. Pero este no era el primer intento de Beckett. Había escrito un libro de historias y tres novelas y ensayos y poemas, sin ninguna notoriedad, sin satisfacción íntima, casi con el tedio de la impotencia. Este frenesí de escritura sin enmiendas era, con su aparente agilidad, una corrección y un refinamiento de todos los intentos anteriores: era el niño que encuentra por fin en qué hueco encajar el círculo y el triángulo que le pusieron en las manos, y que se ríe.

La vocación de la escritura es la corrección.

Un novelista ni ilumina, ni defiende, ni se da: corrige.

Busca su forma de rectitud.

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Pero aquí esperaba hablar de que la novela vive por la liberación de su forma. Cada siglo trae su recua de videntes que augura la muerte de la novela, y cada siglo ve la muerte de los augurios. Cada tanto tiempo algún escritor muestra, no la luz ni el camino, sino la selva profusa que todavía espera ser allanada, y se lanza a allanarla, y casi nunca importa si la allanó o si se ahogó en lo tupido, sino con cuánta gracia y oído asumió el tránsito y el hundimiento. La existencia de novelistas malos no implica la muerte de la novela: un árbol tiene también mucha hoja muerta y mucho fruto pobre, y aún así los supera, y da buenos frutos. Por las novelas escritas, que fundaron espacios donde apenas había algún murmullo de gas, y por las novelas que se escribirán y trastornarán de nuevo los límites de la planicie, ningún crítico debería atreverse a hablar de la muerte de la novela. Muere la novela, si acaso y sólo quizás, cuando mueran los que ven y caminan, incluso sin ojos y sin pies. Incluso si se extinguieran en una explosión los libros contenidos en la piedra monótona que se llama Tierra y se desapareciera la especie humana con sus cajas de dientes, dudo que vaya a morir la novela, puesto que mientras exista el universo permanecerá, flotando sin rumbo ni dueño, la visión apabullada y fascinada por lo infinito y lo oscuro, y aunque pasen eones de inacción e inercia está bien documentado el destino de los elementos errantes y en desuso cuando chocan de modo adecuado. Esto tampoco tiene que ver con que la novela vive por la liberación de su forma, me doy cuenta. Pero a esta altura ya no importa.

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¿No es la novela la prueba de que el cosmos cabe en un cuerpo, y de que ambos son, contra toda apariencia, del mismo tamaño?

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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Juan(3racf)18 de mayo de 2023 - 06:26 p. m.
Como siempre una maravillosa columna. Muchas gracias.
Gines(86371)17 de mayo de 2023 - 01:29 p. m.
Decía Rameau que el fin de la música era conmover, asumo que el de la literatura y en general , el fin del arte es el mismo. No, no es que la literatura colombiana venere La Violencia, es que esta, casi siempre por no decir siempre, ha sido el marco histórico de nuestra sociedad. ¡Así de simple!
Gines(86371)17 de mayo de 2023 - 01:23 p. m.
Según Vallejo en su última y repetitiva letanía de diatribas a la que seguramente le llamarán novela: “La conjura contra Porky”, la novela, la poesía, el cine y la música, son antiguallas de tiempos idos. Más adelante en su libraco afirma: “La novela ha muerto. Ya no da más de sí este género despreciable”. ¡Plop!
Jorge(43558)17 de mayo de 2023 - 11:33 a. m.
Bellísima reflexión de la novela. Definitivamente es un encanto leer sus acertadas y analíticas columnas de literatura. A un dedicado pero discreto lector como soy, usted es un profesor que nos da la posibilidad de comprender a los profanos lectores, lo que nos niega la aburguesada soberbia intelectual
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