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Costas extrañas

La sensibilidad, un oficio de muerte

J. D. Torres Duarte
16 de abril de 2024 - 09:05 a. m.

En las primeras páginas de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, el narrador vuelve sobre el recuerdo de sus paseos de juventud en los alrededores de la casa de la señora de Saint-Loup, con el camino allanado por el resplandor de la luna. De vuelta a la casa, solía distinguir su habitación en la distancia por la luz de una lámpara. Lo cuenta así: “[veo la habitación] desde lejos, cuando volvemos de paseo, empapada en la luz de la lámpara, faro único de la noche”.

En el pasaje, el narrador concibe la luz de una lámpara como un líquido que “empapa” la habitación (¿habrá salido de ese inciso el luminoso derrame de La luz es como el agua, de García Márquez?) y la lámpara misma (una cubierta común de vidrio con una vela común en su interior) como el punto de orientación nocturno de los marineros: el faro. De un lado, a la luz se le asigna con la imaginación el carácter físico que le negó la creación; de otro, como faro, como titilación en el horizonte de las sombras, la lámpara se convierte en el instrumento que merma el extravío y que da avisos de vida entre la muerte de la noche. De golpe, una frase que en principio sólo parecía intentar la descripción de una habitación con una lámpara termina produciendo evocaciones vívidas de otros mundos (el del mar, el de la soledad en altamar, el del agobio de las aguas) y ensanchando la experiencia de la vida.

Esa transfiguración material, ese desdoblamiento de los cuerpos, ocurre por la intervención de una mirada, la del escritor, provista de una sensibilidad intuitiva y elástica que le permite encontrar el faro oceánico en la lámpara del cuarto y el agua en el fuego. A Pablo Neruda, por ejemplo, esa sensibilidad le otorga el don de asociar en uno de los poemas de Canto general la cresta de las cordilleras con una “onda raída”: Neruda transforma un relieve rígido de tierra en un fenómeno sonoro flexible (onda) y su textura de piedra monumental en la de una tela (raída). No es histórico sino poético el hecho de que Jesús haya convertido el agua en vino. Esa sensibilidad le permite también al narrador de El entenado, de Juan José Saer, advertir el desvanecimiento del presente durante la navegación marítima monótona y monocroma hacia cierto continente espeso: “Todo el mundo conocido —dice— reposaba sobre nuestros recuerdos”. En esa sensibilidad parecen estar contenidas las habilidades de los escritores y de esa sensibilidad parecen desprenderse todas las maravillas de la literatura.

Da la impresión de que la sensibilidad de un escritor es una corriente de agua desmadrada y desaforada que tiene que succionar a su paso hasta la luz de las estrellas y de que la literatura y sus instrumentos conversores fueron ingeniados en las ansiedades deslumbradoras de las cavernas con la sola intención de servir de cauce y canal a la respiración indómita de ese torrente. En orden dentro del cauce, aumentando y reduciendo su espesor y su carga de sedimentos según la altura del terreno, anegando en su surco variable las llanuras resecas, esa sensibilidad líquida, que gracias al aparato de la literatura puede aliviarse de la estimulación estridente e incesante del mundo con la creación de una forma, se convierte texto tras texto en otro sentido del escritor, incluso en el sentido mayor y primero que reforma el tacto de los dedos y el olfato de las narices. Si para la psique sensible de un escritor “un mundo por entero vivo tiene la fuerza de un Infierno”, como escribe Clarice Lispector en La pasión según G. H. y como casi escribe Blake en El matrimonio del cielo y el infierno, la literatura le permite reconciliarse con el infierno y quizás, siguiendo a Calvino en Las ciudades invisibles, “buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.

La sensibilidad, aun más que una administradora de la percepción, aun más que un filtro de mudanzas, parece ser una disposición innata —y en ocasiones aprendida— del cuerpo hacia el asombro, las uniones antónimas y los aspectos dorsales. Flema, sangre, bilis y sensibilidad. Sensibilis. Bilis amarilla, negra y caleidoscópica.

Como disposición del cuerpo, la sensibilidad también está vinculada con la enfermedad. En su Abecedario con Claire Parnet, Gilles Deleuze sugiere que la razón de la mala salud de tantos escritores “es que estaban atravesados por una inmensa corriente de vida”: “lo que ocurre es que han visto algo demasiado grande, son visionarios, y no han sido capaces de resguardarse”. Y sin embargo la vida que fueron perdiendo en su frenesí vital se fue coagulando con tacto pausado en sus textos. Sostengo, sin respaldo médico ni estético, que las frases meándricas de Proust fueron su forma secreta de compensar su respiración telegráfica de asmático.

Y si esa sensibilidad admite la multiplicación de la enfermedad, si es a la vez una potencia de la experiencia y un artífice de plagas, tiene que inducir también al encuentro con lo inusitado, porque una vida breve y tartamudeante no puede despilfarrar su tiempo en el repaso de la convención. De modo que esa sensibilidad aspira también al desvío, a hacerse un camino en lo inhóspito, en los ahogos frondosos del asma y las hambres de la tuberculosis, buscando la supresión de la fórmula y la muerte de su remedadora más silvestre: la sensiblería.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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Adrian(vqctm)18 de abril de 2024 - 12:51 a. m.
Bella columna, gracias!
Gines de Pasamonte(86371)16 de abril de 2024 - 05:36 p. m.
La sensibilidad y la creatividad están cosidas y es propia de los grandes escritores. Cervantes en su inmortal Quijote, o Shakespeare en Macbeth quien según Maeterling aludiendo a un pasaje del acto V, escena primera, “es uno de los diamantes más puros de la corona del poeta”, o en el reconocimiento de Lear y Cordelia en “El rey Lear”, para citar dos obras plagadas de sutilezas de gran sensibilidad, o “El amor en los tiempos del cólera” de nuestro Gabo, que no es ajeno a las mismas.
  • Gines de Pasamonte(86371)16 de abril de 2024 - 05:37 p. m.
    “No puede soportarse tanta perfección” exclama don Luis Alberto de Cuenca en el prólogo a las “Sonatas” de don Ramón del Valle Inclán.
  • -(-)16 de abril de 2024 - 05:37 p. m.
    Este comentario fue borrado.
Ana(88564)16 de abril de 2024 - 11:24 a. m.
excelente inmersión en la explosiva creatividad de muchos escritores/as. Grcias.
Juan(3racf)16 de abril de 2024 - 12:53 p. m.
Maravilloso
Magdalena(45338)16 de abril de 2024 - 12:00 p. m.
Que hermosa recorrido sobre la explosión sensible en el arte literario.Gracias.
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