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                                                                                                                              La sensibilidad, un oficio de muerte

                                                                                                                              En las primeras páginas de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, el narrador vuelve sobre el recuerdo de sus paseos de juventud en los alrededores de la casa de la señora de Saint-Loup, con el camino allanado por el resplandor de la luna. De vuelta a la casa, solía distinguir su habitación en la distancia por la luz de una lámpara. Lo cuenta así: “[veo la habitación] desde lejos, cuando volvemos de paseo, empapada en la luz de la lámpara, faro único de la noche”.

                                                                                                                              En el pasaje, el narrador concibe la luz de una lámpara como un líquido que “empapa” la habitación (¿habrá salido de ese inciso el luminoso derrame de La luz es como el agua, de García Márquez?) y la lámpara misma (una cubierta común de vidrio con una vela común en su interior) como el punto de orientación nocturno de los marineros: el faro. De un lado, a la luz se le asigna con la imaginación el carácter físico que le negó la creación; de otro, como faro, como titilación en el horizonte de las sombras, la lámpara se convierte en el instrumento que merma el extravío y que da avisos de vida entre la muerte de la noche. De golpe, una frase que en principio sólo parecía intentar la descripción de una habitación con una lámpara termina produciendo evocaciones vívidas de otros mundos (el del mar, el de la soledad en altamar, el del agobio de las aguas) y ensanchando la experiencia de la vida.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Da la impresión de que la sensibilidad de un escritor es una corriente de agua desmadrada y desaforada que tiene que succionar a su paso hasta la luz de las estrellas y de que la literatura y sus instrumentos conversores fueron ingeniados en las ansiedades deslumbradoras de las cavernas con la sola intención de servir de cauce y canal a la respiración indómita de ese torrente. En orden dentro del cauce, aumentando y reduciendo su espesor y su carga de sedimentos según la altura del terreno, anegando en su surco variable las llanuras resecas, esa sensibilidad líquida, que gracias al aparato de la literatura puede aliviarse de la estimulación estridente e incesante del mundo con la creación de una forma, se convierte texto tras texto en otro sentido del escritor, incluso en el sentido mayor y primero que reforma el tacto de los dedos y el olfato de las narices. Si para la psique sensible de un escritor “un mundo por entero vivo tiene la fuerza de un Infierno”, como escribe Clarice Lispector en La pasión según G. H. y como casi escribe Blake en El matrimonio del cielo y el infierno, la literatura le permite reconciliarse con el infierno y quizás, siguiendo a Calvino en Las ciudades invisibles, “buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Como disposición del cuerpo, la sensibilidad también está vinculada con la enfermedad. En su Abecedario con Claire Parnet, Gilles Deleuze sugiere que la razón de la mala salud de tantos escritores “es que estaban atravesados por una inmensa corriente de vida”: “lo que ocurre es que han visto algo demasiado grande, son visionarios, y no han sido capaces de resguardarse”. Y sin embargo la vida que fueron perdiendo en su frenesí vital se fue coagulando con tacto pausado en sus textos. Sostengo, sin respaldo médico ni estético, que las frases meándricas de Proust fueron su forma secreta de compensar su respiración telegráfica de asmático.

                                                                                                                              Y si esa sensibilidad admite la multiplicación de la enfermedad, si es a la vez una potencia de la experiencia y un artífice de plagas, tiene que inducir también al encuentro con lo inusitado, porque una vida breve y tartamudeante no puede despilfarrar su tiempo en el repaso de la convención. De modo que esa sensibilidad aspira también al desvío, a hacerse un camino en lo inhóspito, en los ahogos frondosos del asma y las hambres de la tuberculosis, buscando la supresión de la fórmula y la muerte de su remedadora más silvestre: la sensiblería.

                                                                                                                              Mi correo: juandtorresd@gmail.com

                                                                                                                              En las primeras páginas de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, el narrador vuelve sobre el recuerdo de sus paseos de juventud en los alrededores de la casa de la señora de Saint-Loup, con el camino allanado por el resplandor de la luna. De vuelta a la casa, solía distinguir su habitación en la distancia por la luz de una lámpara. Lo cuenta así: “[veo la habitación] desde lejos, cuando volvemos de paseo, empapada en la luz de la lámpara, faro único de la noche”.

                                                                                                                              En el pasaje, el narrador concibe la luz de una lámpara como un líquido que “empapa” la habitación (¿habrá salido de ese inciso el luminoso derrame de La luz es como el agua, de García Márquez?) y la lámpara misma (una cubierta común de vidrio con una vela común en su interior) como el punto de orientación nocturno de los marineros: el faro. De un lado, a la luz se le asigna con la imaginación el carácter físico que le negó la creación; de otro, como faro, como titilación en el horizonte de las sombras, la lámpara se convierte en el instrumento que merma el extravío y que da avisos de vida entre la muerte de la noche. De golpe, una frase que en principio sólo parecía intentar la descripción de una habitación con una lámpara termina produciendo evocaciones vívidas de otros mundos (el del mar, el de la soledad en altamar, el del agobio de las aguas) y ensanchando la experiencia de la vida.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Da la impresión de que la sensibilidad de un escritor es una corriente de agua desmadrada y desaforada que tiene que succionar a su paso hasta la luz de las estrellas y de que la literatura y sus instrumentos conversores fueron ingeniados en las ansiedades deslumbradoras de las cavernas con la sola intención de servir de cauce y canal a la respiración indómita de ese torrente. En orden dentro del cauce, aumentando y reduciendo su espesor y su carga de sedimentos según la altura del terreno, anegando en su surco variable las llanuras resecas, esa sensibilidad líquida, que gracias al aparato de la literatura puede aliviarse de la estimulación estridente e incesante del mundo con la creación de una forma, se convierte texto tras texto en otro sentido del escritor, incluso en el sentido mayor y primero que reforma el tacto de los dedos y el olfato de las narices. Si para la psique sensible de un escritor “un mundo por entero vivo tiene la fuerza de un Infierno”, como escribe Clarice Lispector en La pasión según G. H. y como casi escribe Blake en El matrimonio del cielo y el infierno, la literatura le permite reconciliarse con el infierno y quizás, siguiendo a Calvino en Las ciudades invisibles, “buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Como disposición del cuerpo, la sensibilidad también está vinculada con la enfermedad. En su Abecedario con Claire Parnet, Gilles Deleuze sugiere que la razón de la mala salud de tantos escritores “es que estaban atravesados por una inmensa corriente de vida”: “lo que ocurre es que han visto algo demasiado grande, son visionarios, y no han sido capaces de resguardarse”. Y sin embargo la vida que fueron perdiendo en su frenesí vital se fue coagulando con tacto pausado en sus textos. Sostengo, sin respaldo médico ni estético, que las frases meándricas de Proust fueron su forma secreta de compensar su respiración telegráfica de asmático.

                                                                                                                              Y si esa sensibilidad admite la multiplicación de la enfermedad, si es a la vez una potencia de la experiencia y un artífice de plagas, tiene que inducir también al encuentro con lo inusitado, porque una vida breve y tartamudeante no puede despilfarrar su tiempo en el repaso de la convención. De modo que esa sensibilidad aspira también al desvío, a hacerse un camino en lo inhóspito, en los ahogos frondosos del asma y las hambres de la tuberculosis, buscando la supresión de la fórmula y la muerte de su remedadora más silvestre: la sensiblería.

                                                                                                                              Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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