Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
UNO
Es casi inaudito que un escritor cambie de lengua, que transite de pronto del español al inglés, digamos. Es posible modificar el estilo, el objeto de las metáforas, la técnica, el fondo. La mueblería del hogar puede ser otra, pero casi nadie se atreve a interferir con las vigas y los cimientos de la casa entera.
Una mutación de este tipo arrecia los temores de cualquier escritor: la lengua nativa no es sólo un complemento natural —pues el esfuerzo inicial por aprenderla es casi nulo—, sino la materia que da forma a las cosas. Esa lengua nombra el entorno y cuando lo nombra le da sentido. Llamamos silla a aquella silla y al mismo tiempo le otorgamos un sentido y una función. Podría decirse, sin tanta reticencia, que la lengua construye la realidad.
Además de los temores existenciales, pues sin esa lengua esencial el mundo se derrumbaría, el tránsito hacia otra lengua supone numerosas fatigas que parecían superadas: aprender una gramática, memorizar y naturalizar cierto vocabulario, comprender las estructuras y —quizás el aprendizaje más severo— distinguir los matices y los usos sociales de cada palabra. Todo empieza de nuevo.
DOS
Resultaría ingenuo, sin embargo, definirlo como un renacimiento. Un escritor que experimenta la modificación de su lengua no se puede comparar con el deslumbramiento incipiente de un bebé ante el mundo: tal vez la lengua designe cosas nuevas, pero esas cosas son, de un modo u otro, reconocidas o al menos familiares.
Sucede entonces una paradoja exquisita: una nueva lengua intenta domar a una realidad conocida. Esa nueva lengua es incapaz de entregar una visión del todo nueva, mientras que el entorno, por puro hábito, preserva sus significados. No se sabe quién es el jinete, ni quién es el caballo, ni a quién pertenecen las riendas.
Supongan, como ilustración, que un escritor italiano cede al francés o al noruego. Puesto que su marco de referencia proviene del italiano, y el italiano nombra las cosas y los asuntos de su vida, sus primeros ensayos tendrán por fuerza que describir ese entorno, tendrán por fuerza que hacerlo propio. ¿Qué tiene que decir el noruego sobre la experiencia italiana? Intentará convocar un mundo que hasta entonces tenía sentido y peso y nervio gracias al italiano. ¿Qué pasará con sus palabras? Será un pobre oso polar errando por la selva.
TRES
Es apenas natural que el exilio lingüístico produzca desazón, una cierta sensación de abandono, la impresión de que la tierra bajo los pies de pronto se ha hundido. Se concluye, tras la derrota, que sólo la lengua nativa puede describir esos objetos y esos hechos. La tentativa de aplicarles una lengua foránea resulta en la creación de una realidad dispareja y falsa o en la construcción de un entorno artificioso que no se corresponde con la visión del escritor y es, por tanto, deshonesto y deficiente.
Quizás el error se encuentre en las falsas expectativas. Si una lengua nueva trae códigos propios, ¿por qué debe adaptarse a un entorno nuevo, a los hábitos lingüísticos de ese entorno nuevo, en vez de decodificarlo con sus claves? ¿Es posible que dos lenguas distintas describan dos realidades diferentes? ¿Es posible, incluso, que ciertas puertas de la realidad estén vedadas para ciertas lenguas?
En teoría, una lengua extranjera podría develar realidades que la lengua nativa ha desdeñado, no porque así lo quiera, sino porque ha sucumbido al estancamiento de la costumbre. Una vez puesta en escena, la lengua extranjera —con algo de arribismo, de soberbia— pone a todos los objetos bajo su perspectiva desapegada, que tiene la capacidad de abstraerse de la realidad misma del objeto —una realidad que para la lengua nativa es natural y evidente— y examinarlo sin las arandelas molestas del hábito.
El objeto, sin su vestido de ocasión, se convierte entonces en el exiliado.
CUATRO
Suele aislarse a los enfermos infecciosos y a los reos salvajes. Los objetos, hincados ante una lengua foránea, parecen sufrir un proceso similar: arrancados de su entorno, pasan a habitar un espacio brumoso, sin forma particular, universal. Platónico, puede ser.
Como ocupan ahora su lugar como abstracciones, se podría pensar que son objetos inanimados, bagatelas de oropel, antes de descubrir de manera gradual que esa abstracción comprende más bien el éxtasis de cualquier objeto que ha encontrado que aquello que parecía esencial era en realidad una carga inútil que eclipsaba su significado profundo. Ese objeto es, de golpe, todos los objetos. El escritor podría percibir, con la misma sorpresa, que los detalles autóctonos que sólo su lengua podía describir eran artificios que enlodaban el fondo.
Quizás la prueba más certera de esa abstracción venga de las obras de teatro de Samuel Beckett, cuya lengua nativa era el inglés pero escribía en francés. Ocurren en un lugar cualquiera, en una habitación ordinaria, sin que media ninguna identificación geográfica. La pérdida del folclor tiene consecuencias menores, casi invisibles, pues el interés se centra en el declive apaciguado de sus personajes, acompasado por un uso sobrio y espartano de la lengua francesa.
La grandilocuencia en el estilo, que habría sido el camino común si hubiera escrito en inglés —la lengua nativa parece exigir todo de sus escritores—, habría arruinado el corazón del conflicto. El cambio de lengua procedió con beneficios: limpió el camino, ajustó ciertas torceduras. No es atrevido afirmar que Beckett jamás habría sido Beckett sin esa extranjería voluntaria.
