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Los abusos de la imprenta (o cómo arruinar un libro)

J. D. Torres Duarte

03 de octubre de 2023 - 09:05 p. m.

La historia es bien conocida: para la publicación de La transformación (Die Verwandlung), Kafka rogó a su editor, Kurt Wolff, que la portada no llevara ninguna ilustración del insecto en que amanecía convertido Gregor Samsa. “¡Eso de ninguna manera, por favor!”, recalcó en una carta. Sugería a cambio un cuadro con los padres y el gerente ante la puerta cerrada de la habitación de Gregor o una escena claroscura de los padres en una “estancia iluminada” junto a la puerta de la habitación entreabierta, pero a oscuras. Con el buen trazo del dibujante Ottomark Starke, Wolff cumplió el deseo de Kafka: en la portada de la primera edición de La transformación (1915), en la sobria gama gris del lápiz, aparece un hombre en bata de mañana, en actitud de desesperación, vergüenza y repulsión, ante una puerta a medio abrir que revela sólo una densa oscuridad.

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Desde entonces, los editores de la obra de Kafka en todas las lenguas han honrado el deseo de sutileza del autor ilustrando sus portadas con algún insecto tan acorazado, ampuloso y húmedo, que su objetivo último pareciera ser el de espantar las ventas. En numerosas ocasiones, el insecto ni siquiera se corresponde con el que está descrito en La transformación (Nabokov, por cierto, discutió ese aspecto): a veces es una cucaracha de potrero, otras veces es una mosca, otras veces es un cucarrón, y un día de estos va a ser un ciempiés. A veces, con un empujoncito de la imaginación, es una bífida bestia mítica con el tronco de un insecto y la cabeza de un hombre, que con frecuencia es la del propio Kafka; a veces, con otro empujoncito de la imaginación, es la caricatura de un insecto genérico que, sentado al borde de su cama en intensa meditación, desparrama su cabeza con antenas sobre los “puños” de sus patitas como un colegial con tribulaciones de amor. Esas portadas de pacotilla, que predominan entre las ediciones menos profesionales, han sido cometidas también por editoriales de experiencia como Alianza, Planeta, Penguin, Gallimard, Flammarion, Bantam y otra vez Penguin. De vez en cuando algún editor justo y entendido resuelve rehabilitar el concepto de Kafka.

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Los editores de La transformación deberían agradecer la buena fortuna de que el texto es tan sólido y tan vasto que resiste cualquier bombardeo de portadas pusilánimes, porque en otras circunstancias este tipo de decisiones podrían hundir un libro en la incomprensión, el desprestigio o, peor, la omisión.

Alfaguara, por ejemplo, insiste desde hace veinte años en la misma plantilla sosa, desangelada e industrial para componer sus portadas: cada vez que va a publicar otro libro más de su catálogo sin fondo, sólo tiene que reemplazar el título y reemplazar la imagen, poniendo mucho esmero en que ni la tipografía del título ni la imagen induzcan ningún placer o curiosidad y con la intención democrática de que ningún libro resalte sobre otro. De modo que al final ninguno de sus libros alumbra con personalidad propia y todos sus libros terminan siendo un mismo libro, un libro cuyas pocas páginas asombrosas se pierden de vista entre la maleza alta y olvidable de una multitud de páginas descarnadas por falta de carne, crudas por falta de preparación, realistas por su real falta de imaginación y vibrantes por su vibración de taladro, entre las cuales se cuentan todas las del premio Alfaguara. Ocurre con casi el mismo desgano (algún trabajo de ilustración, alguna armonía tipográfica, las salvará) con las portadas de Seix Barral.

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Y el problema no es la uniformidad (el catálogo de una editorial requiere cierta continuidad visual), sino la escasez de imaginación, el desdén por la minucia y la incapacidad de torcedura: otras editoriales, como Visor y Cátedra y Laguna, conservan de portada en portada su firma tipográfica y una diagramación elegante y austera mientras se atreven a animar el alma de cada libro con imágenes inusuales y sugerentes. Tampoco es una cuestión de costo: los volúmenes baratos de la colección popular de Penguin Classics que E. V. Rieu dirigió hace muchas décadas tienen elementos en común en sus portadas, pero reclaman una personalidad con sus colores y sus ilustraciones significativas, sutiles y bellas. Hasta Alfaguara, en sus portadas del pasado no tan remoto, consiguió un balance entre uniformidad y singularidad.

Otras afecciones de muerte ocurren durante el despliegue del texto, por ejemplo, en la traducción. En una edición más o menos antigua de Anna Karénina, de Lev Tolstói, los editores de Círculo de Lectores, por acción u omisión, permitieron que el traductor suprimiera o resumiera numerosos pasajes: lo que decía el texto en ruso no lo decía o lo decía mal el texto en español. Kawabata sufrió una suerte menos violenta, pero igual de angustiosa: casi todas las traducciones de sus novelas al español se derivan hasta estos días de las traducciones al inglés, no del original en japonés; si una traducción es ya una sombra, el Kawabata en español, que viene del inglés que viene del japonés, es la sombra de una sombra. Y en sombra de una sombra de una sombra se convirtió La mala hora en manos de algún editor de vanguardia en España que resolvió traducirla del español del Caribe al español de Castilla a espaldas del autor, de modo que un cura que sudaba la pava en la canícula de la costa terminó hablando las gilipolleces de cualquier cura que se bebe su jerez en alguna venta calurosa de Castilla. Y no se puede olvidar la mala fama de que ha sufrido Dante en español por las incontables traducciones decimonónicas y rimbombantes que lo han hecho oscuro y remoto cuando era claro y próximo, un daño remediado sólo en parte por las más recientes y muy vivas y muy mundanas versiones de Jorge Gimeno (Penguin) y José María Micó (Acantilado).

A cierto círculo del infierno pertenece, por último, el aparato de notas de las ediciones llamadas críticas, que en los casos más extremos y solemnes se componen de introducción, prólogo, prolegómenos, epílogo, bibliografía primaria, bibliografía secundaria, glosario y palabras del rector. El problema no es el dispositivo mismo de dilucidar en notas concisas algunos aspectos abstrusos y ajenos del libro (la lectura de Divina Comedia o de Paraíso perdido anhela con frecuencia un descifrador de alusiones; las notas de Rolando Costa en las Obras completas de Borges asisten en la navegación de sus múltiples referencias): el problema es el abuso del dispositivo, puesto que una marejada de notas ahoga la libertad del lector, confina la interpretación del texto y empantana el progreso de la lectura.

En la edición de Cátedra de La hierba de las noches, de Patrick Modiano, el editor a cargo experimentó tal frenesí al anotar la obra, que página tras página sus palabras superaron en número a las de Modiano, empujándolas hacia un rincón de la caja de lectura: sus notas a pie de página suman un libro aun más largo que el de Modiano (incluso sin contar las 63 páginas de su introducción), hasta el punto de que se tiene la impresión de que este es un libro sobre Modiano en el que el texto de Modiano es apenas un ejemplo en los márgenes. No es Platero y yo, sino Yo y Platero. Las notas del editor incluyen no sólo glosas sobre la topografía de París, el origen de ciertas alusiones y los vínculos del texto con otras obras de Modiano y de otros autores franceses, que resultan iluminadoras, sino también infinitas interpretaciones personales sobre las intenciones ocultas del autor y numerosas explicaciones de un didactismo que desborda los límites de la buena pedagogía y supone que el lector tiene severas deficiencias de lectura y hay que desmenuzarle hasta el menor movimiento y el menor simbolismo de la trama. Así ocurre cuando, por ejemplo, el narrador de La hierba de las noches reincide en su hábito de hacer listas de lugares parisinos y el editor ilumina a pie de página: “Nueva lista”.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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