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Haber leído cientos de libros produce a veces en los críticos literarios la sensación sobrenatural de que tienen un tercer ojo para hacer pronósticos sobre los autores.
Dos críticos de esa especie dictaron en las últimas semanas sus sentencias sobre Karl Ove Knausgaard, el escritor noruego célebre por su serie autobiográfica Mi lucha. Tras defender con argumentos sólidos que su publicación más reciente en inglés, In the Land of the Cyclops, es un despropósito con lomo, los dos críticos dieron un paso más allá: afirmaron que, pese a su próspera estela, Knausgaard está acabado.
En The Guardian Rob Doyle escribió: “In the Land of the Cyclops aumenta la sospecha de que Knausgaard completó su proyecto como autor cuando terminó su épica autoficcional de seis partes en 2011”. Dwight Garner, en The New York Times, agregó cierta condescendencia: “Knausgaard es relativamente joven y, a pesar de sus años como fumador [...], uno espera y sospecha que llegará a la alta vejez. Podría, alrededor de 2045, ganar el Premio Nobel. También parece, perdónenme, un poco póstumo, en el sentido de que es improbable que la cultura vuelva a abrirle el espacio que le abrió en el pasado”. Garner se pregunta después si no será ofensivo que alguien escriba tanto y cierra así: “¿Qué hará ahora un talento como el de Knausgaard?”
Los dos críticos cometen el error de confundir un libro desafortunado con una vocación arruinada. Es como suponer que quien ha dado un mal paso en la calle tiene una deficiencia cognitiva: es injusto y desproporcionado. Una cosa es encontrar rajaduras en un libro que titubea y vacila; otra suponer que es la muestra de una decadencia imparable.
Y Garner comete otros dos errores. Primero, predice que la cultura no le abrirá campo a Knausgaard de nuevo (¿qué es la cultura, por cierto: quienes escriben sobre libros, el público lector, los artistas?) aunque en muchas ocasiones ocurre al revés: los escritores se abren un espacio, a punta de taladro verbal, con una propuesta estética inesperada. Su segundo error es preguntar, con lástima disfrazada de curiosidad, qué hará Knausgaard con su talento de ahora en adelante, como suponiendo que llegó a un punto ciego y que es incapaz de hacer algo más. Sólo le faltó redactarle un listado de juegos de mesa y cursos en Domestika para que aproveche el tiempo muerto en su ocaso de escritor.
Pero sobre todo ambos críticos pecan por imprudentes: nadie sabe qué ocurrirá con un escritor ni cuáles son sus empeños secretos. Nadie sabe si In the Land of the Cyclops es apenas un defectuoso campo de experimentos que terminará en una propuesta más audaz. “Juzgar desde fuera el misterio de cada autor es una temeridad”, escribió Hernando Téllez, entonces crítico literario de El Tiempo, en 1962. Y es una temeridad que podría dejar al crítico con el rostro desencajado si, como le ocurrió hace setenta y un años a Gabriel García Márquez, la realidad derrota todos sus augurios.
En El Heraldo, el 21 de junio de 1950, García Márquez dedicó su columna a Al otro lado del río y entre los árboles, en ese entonces la novela más reciente de Ernest Hemingway. Con base en las opiniones de un reseñista español que sí había leído la novela, García Márquez afirmó con certidumbre de papa en misa que Hemingway se encontraba “en su sombrío crepúsculo de hombre y de escritor”. Dijo que con ese nuevo libro acababa “de dar su nota final como novelista que, si no es superior a las dadas con anterioridad, no debe ser muy alta”. También escribió que “Hemingway, con su vida de los últimos años, no ha hecho sino apresurar la digestión del poco de gloria que le ha correspondido” y sugirió que era una ingenuidad creer que Hemingway iba a pasar a “la posteridad de Hawthorne y de Melville”. “Se puede tener la certeza de que la fama de Hemingway se acabará mucho antes que la cuenta bancaria de sus herederos”, escribió.
Nunca ninguna opinión había envejecido tan mal.
Dos años después Hemingway publicó El viejo y el mar, una obra muy bien tallada que desde entonces se reimprime año a año y que los lectores y la crítica mantienen en el honroso altar de la mesa de noche (y que es en buena parte un cierre magistral de la decadencia del macho que aparece, con mejor y peor fortuna, en todas sus novelas). Cuatro años después ganó el Nobel de Literatura (y es difícil pensar que quien se lo gana está en su ocaso). Y no sería exagerado decir que Hemingway sí ocupa un lugar en “la posteridad de Hawthorne y de Melville” y que quien quiera leer literatura en inglés tiene que pasar por novelas como The Sun Also Rises y For Whom the Bell Tolls. Se puede tener la certeza de que tanto la cuenta bancaria de los herederos de Hemingway como la fama del viejo pescador se encuentran en un estado espléndido.
García Márquez se cerró entonces a la posibilidad de que los infortunios novelísticos de Hemingway fueran las primeras luces, tenues y aún desfiguradas, de una obra más ambiciosa, un largo, extenuante y feliz proceso de invención por el que incluso él pasaría al escribir La hojarasca y La mala hora, intentonas de un mundo descomunal que sólo conseguiría su forma plena en Cien años de soledad.
Quizás la respuesta más pertinente en estos casos sea la que dio Hernando Téllez a La mala hora de García Márquez en 1962. Aunque dijo que era una buena novela, pero no magistral, Téllez no echó sombras sobre el futuro de García Márquez, sino que supuso que la cosecha posterior sería mejor y escribió: “Pocas veces es tan clara, tan perentoria, tan indiscutible una vocación de escritor, y tan espléndido el instrumento verbal y la inteligencia y la gracia para manejarlo”. Fue un crítico que actuó casi como un noble editor.
Unos cuatro años después, poco antes de morir, Téllez recibió un paquete desde México enviado por su autor: una copia de los primeros capítulos inéditos de Cien años de soledad.
CODA
En la columna anterior leí a varios comentaristas interesados en Beckett. Encontré que a finales del año pasado Ediciones Godot terminó de traducir su trilogía (Molloy, Malone muere y El innombrable). Es una traducción única, sobre todo por tres motivos: es obra de un solo traductor (cosa que nunca había sucedido con la trilogía en español, trasladada por Alianza con distintos traductores), se encuentra en un español más a tono con América Latina (las anteriores eran españolas) y su traductor, Matías Battistón, estudió los manuscritos de los tres libros para conseguir una versión tan fidedigna como fuera posible. Es un trabajo serio que vale la pena leer y que se consigue ya (aunque no parece haber tantos ejemplares) en algunas librerías colombianas.
