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Odiseas Elitis, griego, poeta, que murió en 1996, tiene los sentidos afinados para ver un bote de luz donde otros, sirvientes del hábito, apenas verían un ordinario día de verano y también para atraparlo en la jaula (más o menos laxa, con un continente de aire entre reja y reja) de la metáfora y la personificación. Quien intuye lo que se desparrama sin dejar mancha es poeta.
En los poemas de El sol supremo (las traducciones son de Alfonso Silván Rodríguez y aparecen en su Antología de Akal) sus sentidos de águila acuática son los responsables de muchos buenos versos. Cuando habla del verano, en el poema número dos, escribe: “El cielo ahora arde infinito / Los frutos se pintan la boca / Los poros de la tierra se abren poco a poco”. En sus ojos, el cielo arde cuando azulea sin nubes, los frutos tienen boca (por lo tanto, salivan y babean bajo el sol) y los poros de la tierra (porque la tierra tiene los atributos de la piel humana: lo divino puede ascender a lo vulgar) parecen a punto de pronunciar sus vocales de árbol.
En versos posteriores escribe que el verano es un “cuerpo cóncavo” y una “nave del día”. Es bellísimo suponer (o mejor, creer: la poesía parece un apéndice de la fe) que el día cabe en una nave, en un bote de pescador sin carnada, como cualquier atado de ropas o cualquier pez robado al mar. También escribe: “Las colinas se hunden en las densas ubres de las nubes” (una imaginación similar posee Tomas Tranströmer). Es una de las muchas metáforas magníficas y efectivas que contienen sus poemas: es posible contemplar con el ojo interno las hilachas de nubes de carbón en su empeño por tocar la tierra. Elitis ordena palabras que producen visiones. Es un milagro de poeta.
Una meditación tan atenta sobre el mundo infunde aliento y vida: ojos muertos crían pájaros muertos. En las composiciones de Elitis, además, las cosas del mundo, suspendidas y saboreadas por sus sentidos, viven para siempre puesto que nacen de nuevo en cada lance (cada verso es una atarraya que se arroja al agua con la esperanza de recolectar alguna escama con brillo). Una relectura de sus versos es una restauración del mundo. En el tercer poema escribe: “Mi cielo es profundo e inmutable / Lo que amo nace sin cesar / Lo que amo se encuentra siempre en su principio”. La pátina del hábito huye del ojo que ama.
Todos estos versos son, creo, formas del gozo. El sol supremo fue publicado en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. Nadie supondría que un poeta europeo podría encontrar gozo en medio de la ancha carnicería aérea y terrestre, pero Elitis parece pensar de otro modo: mientras subsistan los sentidos, mientras haya posibilidad de metáfora y de alegoría, habrá gozo. Con los sentidos afilados (lo prueban Beckett y Camus y Szymborska) es posible aspirar al gozo en la tragedia y el horror. Basta con intentar el desciframiento del mundo para afiliarse a la escuela del coraje.
En el cuarto de los poemas escribe: “Bebiendo sol corintio [...] / Encontré las hojas que el salmo del sol recita” (la gran belleza: un sol líquido con nacionalidad y cuaderno de alabanza). Versos más adelante dice: “Hundo mi mano en los follajes del viento”. En el quinto apunta: “Que el recuerdo se haga una ramita de perenne hierbabuena / y que de su raíz arranquen vientos de fiesta [...] / Que golpee manso en las venas el latido de la tierra”. El ojo que siente esto, en el sexto poema, camina a pesar de la desesperación: “Salud eco de yegua / Casco y ala de ladera / Nube y yerba sin segar / Glaucas brazas de viento”. Esa yegua no es un cadáver, ni la ladera se queda calva entre melenas de fuego, ni el viento carga aires de pólvora y comandante podrido: es un lugar abierto, luminoso. Ocurre lo mismo con la vida en él, como escribe unos versos atrás: “La mano en la mano van los enamorados / Cuando tocan las campanas del sol”.
Y a pesar de la guerra y de la ruina, esta es sobre todo una voz cósmica que se empeña en hablar. En el primer poema escribe: “En lo más hondo de mi alma ancla una flota de astros”. Escribe en el octavo: “Aquellos que me lapidaron no viven ya / Con sus piedras construí una fuente”. Y varios kilómetros más allá, en el segundo salmo de Axion Esti: “La lengua me la dieron griega; la casa pobre en las arenas de Homero”. Un poeta será poeta en el mundo que se le depare.
CODA
A pesar de su estrechez, todavía hay quien defiende la idea de que la literatura tiene una responsabilidad política para construir un mundo más justo (aquí una, aquí otro). Que sean los escritores quienes defienden esa idea es sorprendente. La literatura es libre de hacer lo que le venga en gana, viciosa o virtuosa o virtuosa en el vicio. Por más honorable que sea, por más acorde que esté con la misión social de la equidad, cualquier imposición es una forma de asfixia. Y un escritor no espera asfixiarse en su única y pequeña guarida de bestia pasmada. Mi correo: juandtorresd@gmail.com
