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Costas extrañas

¿Por qué J. M. Coetzee es tan buen escritor?

J. D. Torres Duarte
07 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.

A menudo el método para descifrar las habilidades de un escritor consiste en estudiar con atención lo que aparece impreso en sus libros. Es el método más racional y de seguro da buenos resultados. Es menos frecuente, en cambio, estudiarlo a partir de aquello que dejó a un lado, de las posibilidades que, aunque estaban a la mano, dictadas por la intuición, desechó. Quisiera ejecutar ese ejercicio con Esperando a los bárbaros de J. M. Coetzee.

Publicada en 1980, Esperando a los bárbaros (Waiting for the barbarians es su título original) ocurre en un pueblo fronterizo en un imperio. Un magistrado, encargado de la administración del lugar y de la impartición de justicia, cuenta cómo el imperio, en su obstinación por luchar contra los bárbaros que rodean sus fronteras, acude al terror y a la tortura. Es la novela mejor construida de Coetzee, para mi oído: hay más control sobre las digresiones reflexivas que en Vida y tiempo de Michael K (1983) y una escritura más sugerente que en su libro más popular, Desgracia (1999). Aunque también, para mi oído, Elizabeth Costello (2003) es una obra maestra.

Parte de la belleza de Esperando a los bárbaros está en su aparato más pequeño: sus oraciones. No se trata sólo de qué dice (“¿Cómo puedo aceptar que el desastre se haya abatido sobre mi vida cuando el mundo sigue cumpliendo apaciblemente sus ciclos?”) sino de cómo lo dice, cómo, en últimas, alienta a las palabras para que compongan una realidad. En esas elecciones se encuentran el buen juicio y la perspicacia literaria de Coetzee; en esas elecciones quisiera poner en juego el método que describí más atrás: imaginar qué posibilidades tenía y qué, al final, terminó en el papel. Este método (imperfecto, como todos) podría ser útil para que un lector curioso rumie sus libros con más sustento y también para que los escritores, debutantes o no, descifren algunas particularidades de la forma.

Comienzo con un episodio al borde del final. Atemorizada por la aparente próxima llegada de los bárbaros, la gente comienza a abandonar el pueblo, en grupos, arrastrando sus enseres. El magistrado, quien narra la historia, se pregunta si él sería también capaz de irse. Entonces Coetzee (o el magistrado) escribe: “No puedo imaginar que pudiera sobrevivir a esta larga marcha con mis harapos y mis sandalias rotas, con el bastón en la mano y el hatillo a la espalda” (hatillo, que aparece como pack en su versión original, es un envoltorio de ropa).

La oración es sencilla. Ahora, quisiera imaginar otras oraciones que podría haber lanzado el escritor de manera intuitiva antes de llegar a ese destilado sobrio. Podría haber escrito, por ejemplo: “No resistiría irme de aquí”. Podría haber escrito: “Yo no me iría de aquí”. Podría haber escrito: “Estoy muy viejo para hacer ese esfuerzo”. Las tres variantes resumen una intención, un sentimiento o un propósito, y parecen ser suficientes.

Bajo riesgo de que puedan ser reductoras, quisiera comparar esas tres oraciones con la oración de Coetzee. Pese a su afectada suficiencia, ninguna de las tres convoca un sentimiento o una imagen específicos. En ellas todo está apenas sugerido: ¿por qué no resiste irse de allí?, ¿por qué no se iría?, ¿a qué esfuerzo se refiere? Parecen tres bloques de mármol sin ninguna suerte de cincelado, una piedra en bruto.

La oración de Coetzee, en contraposición, responde a toda duda. Se conoce la razón de su esfuerzo (es una “larga marcha”, a long march) y las condiciones que hacen imposible su viaje: los harapos (tattered ropes, ropas en hilachas), las sandalias rotas (el adjetivo en inglés es cast-off, que recuerda al verbo cast out, expulsar, y al adjetivo outcast, paria), el bastón en la mano (sólo un viejo frágil necesitaría un bastón) y el envoltorio cargado a la espalda.

No es una oración sencilla, entonces. Cada uno de sus elementos contribuye a comprender el peso opresivo de la situación del magistrado, su posición en el mundo, la ruina de una posible fuga. Y lo consigue apenas con la descripción minuciosa y elegante de la ropa, el bastón, las sandalias. Es maravilloso cuando una oración esconde el peso de una montaña tras su aspecto de inocente pluma.

Quisiera aplicar el método que propongo en otra oración. Un poco más adelante del episodio que acabo de describir, el magistrado, que ha caído en la indigencia, imagina que su vida sería más provechosa si se uniera a los pescadores. Coetzee (o el magistrado) escribe: “Tal vez debería dejar de mendigar y unirme a ellos en su campamento fuera de la muralla, construirme una choza de barro y caña, casarme con una de sus hermosas hijas, darme un banquete cuando la pesca sea abundante y apretarme el cinturón cuando no lo sea”.

Me esforzaré por dar, de nuevo, unos pasos hacia atrás e imaginar. ¿Qué frases podrían haber precedido esta descripción de un ensueño? Apuesto, esta vez, por sólo una: “Podría hacerme amigo de los pescadores y dejar mi vida en las calles”.

La oración llena, creo, los requisitos: dice todo cuanto dice la anterior, es efectiva. Pero al oído de la imaginación suena coja, como si renqueara en su efectividad. ¿Qué produce su cojera? Si se trata de un ensueño, ¿no sería quizás más conveniente agregar algunos detalles para invitar a fantasear, como lo hace el magistrado? La oración de Coetzee describe con empeño esa ilusión: el magistrado se construiría una choza, se casaría, se daría un banquete, se apretaría el cinturón. Surcando el espacio sin sustancia de las ilusiones, el magistrado (y también el lector) se aferra a dos o tres imágenes determinadas que constituyen su sueño.

Coetzee es un escritor habilidoso y maestro porque sabe descifrar, por un lado, las necesidades de su tema, por otro, los caminos para satisfacerlas, y por otro, el vocabulario que requieren. Los escritores menos diestros caen y se fracturan en uno u otro aspecto. Un escritor menos diestro, por ejemplo, habría considerado que la oración “Podría hacerme amigo de los pescadores y dejar mi vida en las calles” bastaba.

En esa labor de constante pulimento de las oraciones, existe un desafío mayor (que Coetzee aborda con destreza, como lo mostraré en un momento) para cualquier escritor de ficción: hablar sobre ideas o sobre conceptos abstractos.

En el universo ancho de la ficción, existen numerosas maneras de hacerlo: Hardy acomete pequeños pasajes morales, Austen describe con sarcasmo ladino, Zapata Olivella observa el progreso frenético de los hechos, Hernández se fija en un hecho inusual y casi fantástico. Un ejemplo extremo (y basto, para mi oído) es Milan Kundera, que, cuando quiere indagar sobre la coquetería en La insoportable levedad del ser, opera de manera directa: define la coquetería. Dice: “¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad”.

¿Cómo emprende Coetzee esa labor exhaustiva de definir conceptos abstractos en Esperando a los bárbaros? Aplicaré de nuevo el método que propuse párrafos atrás.

En una ocasión, cuando el magistrado está hablando de los bárbaros, se pregunta: “Si desapareciéramos, ¿se pasarían los bárbaros las tardes excavando nuestras ruinas?” ¿De qué está hablando el magistrado, cuál es el sustrato de esa pregunta? Está indagando (entre otras cosas que describiré en breve) si los bárbaros tienen una conciencia histórica.

Coetzee tenía la posibilidad de decirlo con esas palabras. Habría sido una oración de esta suerte: “¿Será que los bárbaros tienen, como nosotros, una conciencia de la historia y tendrían la curiosidad suficiente para preguntarse por nosotros?” Pero en lugar de escribirlo así, con conceptos abstractos atados en un hilo lógico, Coetzee lo sugiere con el único acto de excavar: “[...] ¿se pasarían las tardes excavando nuestras ruinas?”

Su pregunta es estilizada, delicada y sinuosa (muy al contrario de la de Kundera, por ejemplo, que tiene un sentido acabado). Mientras se pregunta por la posibilidad de que los bárbaros excaven ruinas, también se pregunta si existe algún valor en la cultura del imperio (pues toda ruina es el rompecabezas de una gloria antigua), y si los bárbaros, más allá de sus arcos y sus flechas y sus jornadas de caza furtiva, tienen un pensamiento complejo que les permita comprender que en esas ruinas se ocultan las historias de otro pueblo, y que esas historias deben ser descifradas, y que en ese desciframiento yace el único modo de entablar una conversación con el pasado remoto, y que el interés por ese pasado remoto es sinónimo de compasión porque se está hablando, al fin y al cabo, con un espíritu abandonado.

Es una rareza, una rareza feliz, encontrar a un escritor que dice tanto escribiendo tan poco.

CODA

Mañana entregan el Nobel de Literatura. ¿Quién, de entre sus afectos literarios, les gustaría que ganara? Me gustaría leerlos en los comentarios.

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Andrés(81044)07 de octubre de 2020 - 08:40 p. m.
Que gran articulo, apenas para quien se quiere iniciar en el autor, como anillo al dedo; en cuanto a quién opinar frente al nobel... Kundera o Javier Marias. De nuevo gracias.
Luis(43646)07 de octubre de 2020 - 05:08 p. m.
Maravilloso artículo. Coetzee es imprescindible. Su mejor obrá, quizá, "La edad de hierro". Hay una definición de la palabra alma, que me sigue retumbando desde que la leí hace más de diez años: "Sus almas, sus órganos del asombro (...)".
-(-)07 de octubre de 2020 - 03:49 p. m.
Este comentario fue borrado.
Paulo(37766)07 de octubre de 2020 - 03:21 p. m.
Si hay algo de justicia en el Nobel, debería ser para alguien como David Grossman, Margaret Atwood, Mircea Cartarescu o António Lobo Antunes. Sin embargo, supongo que irán detrás de nombres como Anne Carson o Ngugi Wa Thiong'o. Mi candidato fijo es Grossman. Hace justicia a la memoria y al legado de Amos Oz.
Atenas(06773)07 de octubre de 2020 - 02:49 p. m.
Excelente, como es habitual, su aproximación a la magna obra de Coetzee, y todo un delicatessen su comentario a tan sugestiva creación, q', de inmediato, como dicen los españoles, ¡a por ello! Con tanto respeto como gusto, sugeriría a M. Kundera.
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